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Tengo la impresión de que los argentinos estamos jugando con fuego. Y no me referiré hoy a la economía ni a los intentos reeleccionistas, territorios ambos en los que los manejos irresponsables profundizan el riesgo de sumirnos en una grave crisis. Prefiero centrarme en los sentimientos colectivos que prevalecen en el ambiente argentino, y en las energías constructivas y destructivas que nos movilizan cotidianamente.
Hace mucho tiempo que la ciencia económica descubrió la influencia de los sentimientos individuales y colectivos en la marcha de los sistemas productivos y en los comportamientos de empresarios, trabajadores, consumidores y especuladores. A su vez, y sin que exista una reflexión profunda sobre este punto, muchos líderes de primera magnitud en el firmamento nacional y local, anoticiados de la influencia de las pasiones en el terreno de la política, han descubierto la forma de servirse de ellas en su propio beneficio.
Vivimos en un ambiente enrarecido por la presencia de pasiones perversas, como son el odio y la sed de venganza, y por sentimientos negativos como el temor y la desconfianza.
Las pasiones destructivas
Si bien los odios y revanchismos han contaminado gran parte de nuestros primeros 200 años de vida independiente, no hay indicios de que exista la voluntad colectiva de erradicarlos; de no reincidir en ellos, pese a los malos resultados obtenidos que incluyen enormes tragedias históricas.
Por supuesto, lo normal es que quien odia recubra su perversidad bajo construcciones intelectuales no exentas de belleza exterior. Pero, más allá de discursos, muchos gobernantes han probado sembrar odios y hoy vinculan tal siembra con el logro de híper mayorías electorales. Entonces, ¿por qué abandonar aquello que me permite soñar con el poder perpetuo?
Pero el odio es, en un doble sentido, un círculo vicioso. En primer lugar, en tanto envenena a quien lo práctica, generándole adicciones; el que odia, no repara en las consecuencias de su furor, ni piensa en eventuales responsabilidades futuras. En segundo lugar, en cuanto alimenta la sed de venganza en quienes lo sufren en carne propia; aunque, por supuesto, no todos quienes padecen sus cargas, recaen en el mismo vicio que los daña.
En lo personal, pese a que sufrí varias veces las consecuencias del odio (por ejemplo, cuando en 1976, tras allanar mi casa y mi estudio jurídico, los agentes del odio decidieron que debía cumplir con la pena terrible del exilio), me precio de no haber albergado nunca sentimientos de revancha. No se piense, sin embargo, que las usinas del odio están solo en Olivos o en Las Costas. En realidad, unas veces como reacción y otras por propia iniciativa, el odio político incuba y estalla incluso en personas de apariencia normal. Como ocurre con el buen padre de familia que arroja piedras al árbitro, hay quienes en un barco deciden escrachar al ideólogo del cepo cambiario sin reparar que, en ese momento, era un ciudadano desprovisto de investidura que viajaba en compañía de su esposa y de sus hijos menores.
Temerosos y desconfiados
Los gobiernos de la Nación y de Salta acumulan una enorme cantidad de poder que huye de los controles republicanos y que infunde temor en amplios sectores de nuestra vida intelectual y social.
Para muchos, los gobernantes son una especie de dioses que deciden sobre la vida, el honor o el destino ajeno, castigando y premiando a discreción. Es casi inevitable sentirse abrumados por gobernantes de esta laya que prefieren hacerse temer para reforzar su poder; sobre todo, cuando advierten que se debilita su legitimidad democrática para lograr sus objetivos. Por lo que se refiere a la confianza que debería presidir o informar las relaciones interpersonales, comerciales, profesionales y políticas, hay que señalar que entre todos venimos destruyéndola. Sin que venga a cuento indagar quién o quiénes son los responsables de esta crisis de la confianza, lo cierto es que vivimos atrapados por los recelos que impiden el normal desenvolvimiento de aquellas relaciones. De alguna manera, todos somos sospechosos de algo, sin que interese conocer la verdad.
Sin amistad cívica, sin futuro
Transitar este tortuoso camino, dejarse llevar por las vísceras, es lo peor que podría sucedernos como comunidad de personas libres.
Estoy convencido de que mientras más rápido demos vuelta la hoja de la historia contemporánea y seamos capaces de perdonar agravios, de reconstruir la política y las relaciones sociales sobre sentimientos como la amistad cívica (Adela Cortina), la fraternidad y la confianza mutua, más pronto comenzaremos a transitar el camino marcado en el Preámbulo de la Constitución.
No se me escapa que, para arribar a esta ambiciosa meta, estamos obligados a terminar con la manipulación de los jueces. O, visto desde otro ángulo, precisamos que los jueces dejen de escuchar los sordos y sórdidos dictados de los gobiernos.