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El vate Oscar Acuña andaba incandescente de alegría: había conseguido ingresar en un diario, y nada menos que en el mítico y hoy desaparecido “El Intransigente”! Gracias a la influencia de poetas amigos y de otras personas vinculadas con la bohemia cultural de esos días, toda gente mayor que él, lo aceptaron como aprendiz de reportero en el matutino de la calle Mitre.
Y entró con buenos vientos en el diario, pues la primera tarea que le asignaron fue escribir una columnita diaria de no más de 15 líneas que él tituló, rocambolescamente, “El verde”.
También debía ocuparse de “Telegramas retenidos”, “El tiempo”, y “Cultos”. Y, en verdad, nunca ofició de reportero.
Con sus flamantes 19 años de edad, el vate creía haber llegado a la cima de sus aspiraciones y, pendex como era, solía farabutear en El Ateneo: --
Trabajar en periodismo es lo que me hacía falta, y yo le hacía falta al periodismo. (Y lo decía sin ponerse colorado).
Pero no es del vate Acuña de quien nos hemos propuesto hablar. Fue solo una introducción.
En aquellos años el periodismo carecía de las ventajas tecnológicas actuales. “El Intransigente”, el genuino e irrepetible matutino que cerró sus puertas en 1981, funcionaba, como se dijo, en Bartolomé Mitre al 200. Ahí estaban, en la planta baja, sus oficinas administrativas, talleres tipográficos e impresora. La redacción funcionaba arriba, sobre las linotipias, en un primer piso de madera, al que se accedía por dos escaleras. En verano el calor resultaba insoportable. Tan insoportable era que muchos periodistas trabajaban en calzoncillos. Los ventiladores no alcanzaban para dar alivio.
En los talleres el plomo era el amo y señor. El saturnismo acechaba; era un huésped indeseable y cotidiano. El papel con las noticias redactadas iban de las Olivetti a los linotipistas, y de ahí, convertidas en letras de molde, a la sala de armado.
Las noticias nacionales y las extranjeras se recibían, cuando funcionaban, en primitivos teletipos, y cuando no por teléfono, en sistema morse. Había que tener ingenio para traducir los envíos.
Las cajas tipográficas imponían cautela en la hechura de los títulos. Había límites precisos, no era cuestión de abusar con palabras con muchas letras. Y los espacios no eran de goma.
Al respecto el vate contó a sus amigos una anécdota: --Anoche, dijo, hubo un problema en el armado, pues no había lugar para el título de una noticia. Resulta que casi a la hora del cierre llegó al diario el cronista de policiales. Traía algo gordo. Una mujer, identificada como “la turca Zaira”, había asesinado con un hacha a su marido. Dos hachazos le encajó. La dificultad estaba en que sólo había disponible un espacio de una columna por diez centímetros. ¿Qué título le ponemos? Se pensó y se pensó, y ningún título entraba. Al final, cuando todos se habían dado por vencidos, el mismo cronista dio en el clavo: --Ya está!, dijo. Este es el título! Cabe perfectamente en dos líneas: “HACHA TURCA / MATA HOMBRE”.
El título, que después se hizo famoso, fue aprobado por unanimidad, y se fueron todos a dormir con la satisfacción de haber cumplido con el público lector.