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Hoy se cumplen 37 años desde el último golpe de Estado que sufrió la Argentina. El 24 de marzo de 1976 culminó una época en la que la fuerza de las armas condicionó sistemáticamente a la democracia. Desde 1853, cuando se sancionó la Constitución Nacional, hasta 1930, cuando se produjo el primer golpe de Estado, nuestra Patria había ido madurando en dirección hacia la participación plena de la ciudadanía en las decisiones de Gobierno. La política elitista, caudillista y de comité iba siendo reemplazada por la convivencia, complicada por cierto, de los partidos políticos.
La ley electoral de 1912 había marcado una inflexión.
El derrocamiento de Hipólito Yrigoyen fue una muestra de la fragilidad del orden cívico. El fallo de la Suprema Corte de Justicia, consagrando la legalidad del “facto” sentó en ese momento el antecedente jurídico para que el poder militar, apoyado en las armas, se convirtiera en una alternativa aceptada de hecho y entonces legitimada frente a la voluntad ciudadana.
Ningún país del mundo occidental logró el desarrollo económico y social prescindiendo de las instituciones democráticas.
Los fascismos personalistas de la Europa del siglo XX, al igual que el stalinismo, terminaron en colapsos.
La Argentina retrocedió vertiginosamente en todos los órdenes durante los 53 años de golpismo. En general, se asocia esta usurpación del poder con el mesianismo de las fuerzas armadas; el golpismo es más que eso: es responsabilidad de la sociedad en su conjunto. Es la contracara de una cultura política ajena a la democracia representativa, en la que la lucha por la conquista del poder carece de reglas y en la que la ley llega a adquirir un rol decorativo.
El fracaso económico, la derrota en el Atlántico Sur y el develamiento de la violación de los derechos humanos convirtieron a los golpistas de 1976 en figuras aborrecidas. Sin embargo, ese espanto no alcanza a construir aún una sólida cultura de los derechos humanos ni de la democracia.
Los derechos humanos fueron consagrados en 1948 por la ONU para resguardar al ciudadano de los atropellos por parte del Estado, en un mundo horrorizado por los genocidios que se produjeron el siglo pasado en Alemania, Italia, España y la Unión Soviética.
En la Argentina de hoy, la memoria de las desapariciones, el robo de bebés y las torturas es tan poderosa y agraviante que eclipsa la gravedad de otras muertes, también nacidas de conflictos sociales y políticos, o como resultado de la ineficiencia del Estado, tal como ocurriera en el incendio de Cromañón o en la tragedia ferroviaria de Once.
A casi 30 años del final de esa dictadura, nos queda mucho camino por recorrer en materia de democracia y de derechos humanos.
Como nos queda una enorme deuda pendiente en materia de educación, que también es un derecho humano. El liderazgo de nuestro país en materia de educación pública se perdió en los últimos ochenta años. Hoy tenemos dos escuelas: la de los niños y adolescentes que padecen los paros, carecen de doble jornada, de asistencia pedagógica y de aprendizaje de idiomas y de tecnologías, y la de los alumnos que, gracias a la decisión y a los recursos paternos, tiene 190 días de clases y cuentan con todos aquellos instrumentos formativos.
El sistema educativo argentino fue concebido universal, gratuito y laico para que funcionara como la fragua de una sociedad homogénea, en la que prevaleciera el mérito de cada uno por sobre los beneficios de cuna.
Es necesario asumir este otro gran desafío, que nos interpela y nos convoca.
Una sociedad democrática educada y madura permitirá superar otras dos grandes asignaturas aún pendientes: el desarrollo económico que ponga al país a la altura de su historia y de las exigencias del mundo contemporáneo, y la seguridad de los ciudadanos.
Es una cuestión de cultura política. Democracia, desarrollo, educación y seguridad son palabras de fácil ubicación en los discursos de campaña. Todos las invocan, pero materializarlas en la vida del país no es tarea que pueda desarrollar un partido, sino un reto para la sociedad argentina.