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El 12 de febrero se cumplirán treinta años de la muerte de Julio Cortázar. Se sabe -por lo que recabaron sus biógrafos- que se extinguió un domingo radiante y frío, después del mediodía, en el hospital Saint Lazare de París. Tenía 69 años, pero todos los que lo conocieron juran y perjuran que el escritor argentino nacido en Bruselas el 26 de agosto de 1914 tenía un aire de perpetuo adolescente. Cortázar murió sobre una cama que le quedaba corta, porque él medía un metro noventa de apacible humanidad.
La primera versión -impresa en la mayoría de las publicaciones que hablan sobre él- dice que el autor de “Rayuela” murió de leucemia. Pero hace unos diez años, Cristina Peri Rossi, escritora uruguaya, biógrafa y amiga de Cortázar, ató cabos, sumó síntomas y echó a rodar una polémica conjetura: que en realidad, el escritor habría muerto de Sida. “Quienes dicen que murió de leucemia nunca vieron un análisis, como lo vi yo, ni conversaron con el hematólogo François Timal, quien me enseñó las pruebas clínicas que negaban el cáncer y diagnosticaban un virus desconocido que producía una pérdida de defensas inmunológicas”, señaló la biógrafa. El origen de la infección, según Peri Rossi, habría sido una transfusión de sangre contaminada que Cortázar se hizo en 1981, en un hospital del sur de Francia, debido a una hemorragia estomacal. La hipótesis de la uruguaya levantó polvareda, pero pocos se animaron a respaldarla.
Hoy, treinta años después de que un coche fúnebre trasladara el cuerpo de Cortázar desde la rue Martel (donde se encuentra el hospital de Saint Lazare) hasta el cementerio de Montparnasse, en realidad, lo único que importa -más que las hipótesis médicas- es su descomunal ausencia. Aunque el peso de sus obras le ha insuflado esa supervivencia literaria de la que gozan los grandes escritores, a Cortázar costó -y cuesta- despedirlo. Quizás porque su aspecto siempre fue el de un personaje de ficción, sin edad, eximido del acoso del tiempo. El aspecto de “un ogro descabellado y bondadoso que fumaba puros y hablaba con frenillo”, agregaría la escritora española Rosa Montero.
Para convencernos de que Cortázar realmente ha muerto, muchos de los que con “Bestiario”, “Todos los fuegos el fuego” y “Rayuela” aprendimos que escribir podía ser un acto gozoso y una de las formas, paradójicamente, más personales y públicas de ejercer la libertad y de comunicarla, guardamos el mudo deseo de conocer su tumba en Paris. Para convencernos y para ilusionarnos con la posibilidad de que el Cronopio mayor quizás pueda percibir, desde algún remoto núcleo de existencia, lo agradecidos que estamos.
La tumba de Cortázar en el cementerio de Montparnasse es, efectivamente, un par de metros de tierra donde se amontonan, desordenados, decenas de recuerdos. Sobre el mármol blanco hay escritas frases de homenaje y cariño. Gente de todo el mundo se acerca a dejarle flores... y corchos, colillas de cigarrillo, boletos del metro, páginas de “Rayuela”, fragmentos de sus libros, piedritas y, sobre todo, cartas.
Para llegar al barrio de Montparnasse hay que tomar la línea 6 del metro y bajarse en la estación Edgar Quinet. El cementerio cierra a las 18 y entrar a las 17.40 con el tiempo justo para dejarle unas flores blancas puede ser toda una odisea. Porque a pesar de que en la entrada principal existe un mapa oficial que indica en qué división está la tumba de cada “muerto célebre” (allí también están Charles Baudelaire, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Emil Cioran, Marguerite Duras, Samuel Beckett, Porfirio Díaz y Guy de Maupassant, entre otros), encontrar la de Cortázar exige la misma lucidez y curiosidad que él les demandó a sus lectores para desovillar sus fantásticas historias (y en este punto se corporizan en la memoria joyitas como “Continuidad de los parques” y “Casa tomada”).
Está bien: los genios literarios no mueren, se convierten en leyendas. Pero Cortázar fue un caso excepcional porque antes de morirse ya era un personaje de fábula: no envejecía aunque sus huesos no dejaban de crecer. Se decía, incluso, que era inmortal. Y aunque en eso estuvieron errados, el mismo día que el escritor murió en París, Buenos Aires se llenó sorpresivamente -consta en los diarios- de mariposas gigantes de inexplicable procedencia.
La tumba del creador de Cronopios y Famas no tiene simbologías religiosas. En el centro sólo crece, en forma arborescente, una escultura diseñada por los argentinos Julio Silva y Luis Tomasello. Los círculos que terminan en una especie de “carita feliz” representan (según los autores) “esos bichos raros sobre los que escribía Cortázar”. Bichos raros, como él... y como los axolotl.