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Cinco golpes mundiales de nocaut y la misma cantidad de finales del mundo viendo la TV. 24 años. Tres cachetazos en cuartos, ¿acaso no será suficiente escarmiento para nuestra soberbia? ¿Finalmente habremos aprendido la lección? Si todo lo que nos pasó en este tiempo fue una burla del destino, un desenlace escrito y predestinado o un mensaje para nuestro eterno delirio de grandeza, ¿habrá sido suficiente? 40 millones de argentinos esperamos que así sea, que la pesadilla haya acabado, que mañana, a partir de las 13, en Brasilia, ante Bélgica, sea el punto de partida para comenzar a torcer la historia esquiva y empezar a escribir otra, mucho más feliz y consecuente con nuestra historia.
El creernos los mejores durante 24 años, la subestimación a los rivales, la confianza excesiva en nuestra capacidad y la falta de previsión para contrarrestar las estrategias enemigas nos llevó a fracasar sistemáticamente y a ver rodar un filme idéntico cada cuatro años: soldados de los nuestros tendidos en el suelo, atornillados al piso, llorando, desconsolados en tierras ajenas y viendo pasar el festival en nuestras narices, tan cerca y a la vez tan lejos de la gloria añorada.
Todos ansiamos que haya sido castigo suficiente, que las frustraciones acumuladas hayan sido las necesarias como para terminar de lavar el precio de nuestras propias culpas.
El doping de Maradona y el golpe de un grupo desprotegido que no pudo levantarse en 1994. El cabezazo de Ortega a van der Sar y el yerro de Ayala a la hora de marcar a Bergkamp en el 98. Los caprichos de Bielsa en 2002. El papelito de Lehmann en 2006. Y la soberbia de Diego en Sudáfrica. Todo eso debió servir para enseñarnos la lección. Y para comenzar mañana a torcerle la muñeca al vil destino.