Laberintos humanos. Dos cuentos
La escena era extraña y vale la pena que la describa en detalle. Los caballeros Lancelot, Galahad y Parsifal llegaron con nosotros al puesto de Las Ánimas detrás del Santo Grial, la copa de la que bebiera Cristo para luego guardar en ella su sangre. Tras la puerta, en medio de una familia campesina, vimos la copa sagrada.
Brillaba para nosotros, que la buscábamos, pero para los anfitriones era sólo una jarra de agua fresca. Ver a los caballeros del rey Arturo arrodillados nos señaló el absurdo de esas distancias, y cada uno recordaría el cuento a su modo: los caballeros regresarían a Camelot para decir que alcanzaron la copa sagrada, y los campesinos hablarán alguna vez de esos turistas que se les metieron en la casa.
Ni uno ni otro era nuestro cuento, y al cabecear Armando comprendimos que era la señal de irnos. La luna llena señalaba el camino de descenso de los valles, que nos consumió hasta mucho después del amanecer, cuando ya transitando las calles de Tilcara comprendí que fui yo quien metió a mis amigos en esta extraña aventura.
Les juro que no vuelvo a hacerle caso al primer machado que me encuentro durmiendo bajo un molle, les dije y nos despedimos, que el camino a Camelot y de regreso por Las Ánimas fue demasiado para nosotros. Cosas que pasan, me dije ya en la soledad recobrada, pero sonreía porque desde chico quise conocer a los caballeros de la mesa redonda.
Me eché en la cama con ganas de tomar mate pero sin voluntad de poner la pava al fuego, y sin saber cuándo, me quedé dormido.