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Laberintos humanos. El desenlace
El combate fue largo y lleno de pormenores ricos en suspenso. Algunos aseguran que año a año se repite a la vera del río cuando hay un hombre que piensa que no hay derecho a la alegría en medio de tanto dolor. La sangre corre, porque tal vez haya necesidad de su bautismo, uno y otro aplican toda su fuerza y su ingenio y, al fin, alguien vence.
Uno aprende con la vida que toda victoria es provisoria, que siempre más allá nos aguarda otro combate y que en alguno seremos derrotados. Este, en el que lidiaban el diablito del carnaval con aquel que se creía con derechos a acabarlo, se desarrollaba a orillas del Río Grande, allá por el barrio de Mataderos.
Hemos visto como el hombre mecía el filo de su cuchillo para atraer la atención del disfrazado, y que luego hundía su punta contra su cuerpo, y como el de rojo zarandeaba la cola como antiguas boleadoras cuyas piedras son capaces de partir al medio un cráneo. Hemos sufrido por uno y por otro.
Temimos, también, que llegara quien detuviera el combate, porque al fin creíamos que la alegría de la fiesta era ya imposible de detener a tan pocas semanas del desentierro, y que tendría menos sabor la victoria de no haber pelea. Vimos caer a uno y a otro, y a uno y a otro lo vimos levantarse.
Fue entonces cuando Armando me tomó del brazo y me dijo que nos fuéramos, porque comprendió que no nos era dado conocer el desenlace, ni a nosotros ni a ustedes, mis lectores, sino hasta la tarde del seis de febrero, cuando al destapar los mojones sepamos si hay o no hay diablito.