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Laberintos humanos. Las vísperas del bien
Así fue como ese mediodía el Émulo Benítez tuvo a su flamante y fea esposa cocinando en lo que hasta la víspera era su anafe de soltero, pero se dijo que Dios no abandona a sus fieles, y si un día da de comer piedras es porque luego vendrá una sabrosa comilona.
Pero lo cierto es que la sabrosa comilona no llegaba y pasaban los días, y cumplidas las obligaciones maritales, a los nueve meses el Émulo Benítez tuvo una hija bien parecida a la madre, con todos sus defectos y que creció sin ninguna de las virtudes, ni una sola, de las que podía esperar a cambio de su cruel destino.
No por ello se desanimó, aunque la niña demostró con los años tampoco ser inteligente, y el Émulo Benítez envejeció siempre confiando en que el día que comenzaba sería mejor que el pasado, cosa que parecía fácil porque nunca sus días fueron buenos, pero siempre el mañana fue peor.
Alguna vez debía explicarse el enigma que atosigaba al Émulo Benítez, hombre de mucha fe, y la explicación se la dio el padrecito cuando le dijo que su error no era esperar la misericordia divina tras cada desastre, sino creer merecerla. Pero ya era tarde porque el Émulo Benítez era lo suficientemente viejo como para no poder cambiar de idea.
Y su error, que era suyo y que por ello debió ser íntimo, fue divulgado por los campeones de la sinceridad, Luisa y Luis, quienes se sintieron en la obligación de dar a conocer a todo el pueblo aquello que, en secreto, todo el pueblo sabía: el Émulo Benítez había pecado no por falta de fe sino por exceso de soberbia.