Laberintos humanos. La recompensa
El rey, con su inútil capa roja y su corona, estaba sentado en medio de la sala del castillo junto a su hija, la maestra Natividad. Júmere Jumez, con su luenga barba blanca, tomaba apuntes de los ricos pormenores del relato. El rey les contaba que un dragón secuestraba a su esposa para evitar que le fuera infiel con el que llegase tras tamaña intención.
Toronjil le preguntó al soberano si lo que quería era que la rescataran o que la dejaran en la cueva del dragón, y el rey, dando pasos preocupados a lo ancho de la sala, le respondió que lo que correspondía era que les pidiera que la rescataran, y que les ofreciera la mano de su hija como recompensa.
Lo de la recompensa lo veremos después, dijo el juez seguro de que de alguna manera zafarían de desposar a la abuela, y pidió permiso para ir a cambiarse al patio. Carlota Méndez, creyendo que eso de ser caballeros andantes era un oficio lucrativo, incentivó a su novio, Toronjil, para que fuera con ellos, pero nomás en la puerta lo detuvo el magistrado.
¿Dónde has visto que los superhéroes sean tres y no dos?, le preguntó con ese tono que tienen los jueces para que no lo dudemos, y salió junto a Neonadio para montar las motocicletas negras, calzar las capas franciscanas y las espadas, ver bajar el puente sobre la fosa y partir, a campo traviesa, justo en el momento en que a Toronjil se le ocurría un buen ejemplo.
Pero ya era irremediablemente tarde porque las capas de los caballeros andantes flameaban tras las espaldas de quienes se dirigían a la cueva del dragón.