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Laberintos humanos. El regreso
Y cuando regresaba nomás a casa de Carlota Méndez, su amada, Toronjil sintió que caminaba tras un hombre. La soledad, el viento y los espíritus puneños hacen pensar las cosas más extrañas, como que nos persiguen o perseguimos cuando en realidad no hay nadie en tantas leguas. Pero pronto Toronjil vio las espaldas del otro.
Iba a gritarle que lo esperara, porque es bueno conversar con alguien cuando el camino es largo, pero recordó tantos cuentos escuchados en la infancia sobre tantas almas malas que andan solas, sobre todo en horas malas, tanto diablo, duende y aparecido que prefirió contener el paso, ir más lento, y perderse.
Pronto no lo vio más y se sintió tranquilo. Sin embargo se lamentaba que la puna fuera así de peligrosa por las tardes, cuando era más agradable conocer gente nueva, que tal vez además fuera buena, pero qué se le va a hacer, se dijo echando algunas hojas de coca en su acullico. Quién sabe si no lo terminaba lamentando, se consoló.
Como sea, al fin del camino estaban la sonrisa y la caricia de Carlota Méndez, tan bonita, y no iba a hacer nada que le demorara el encuentro cuando sintió que una mano lo tocaba en el hombro, y al volverse juraría que era el mismo de las espaldas que había dejado ir más rápido para no correr riesgos innecesarios.
El corazón de Toronjil casi se detiene en el acto, y sobre todo al escucharle decir que muy a pesar de su actitud, aquí estoy yo, para servirle. Le tendió la mano y, al apretarla, Toronjil sintió que se trataba de un hombre bueno aunque inexplicable.