Laberintos humanos. La casa grande
El hombre estaba apoyado en la mesa de su sala, allí donde Neonadio y el juez Pistoccio bajaron del tren algo al sur de Humahuaca, y tras decirles que su reloj sólo daba las doce, les dijo que para él a cada instante comenzaba el día y le preguntó a Neonadio si es estaba seguro de no recordarlo.
Neonadio recordaba esa casa porque había nacido cerca, y al escuchar la pregunta del anfitrión, recordó su fama: su abuela le había advertido que no se acercara a la Casa Grande porque allí sucedían cosas que sólo conocía el Diablo. Y como si escuchara sus pensamientos, el hombre sonrió.
Entonces me recuerda, dijo por lo bajo cuando se escuchó ochar a los perros. Poco después, como si fuera por ellos que ladraban, alguien golpeó en el llamador de bronce, y el hombre gritó que pasaran. Lo hicieron empujando a un niño de no más de diez años, un niño que pedía perdón y que decía que no volvería a entrar a la casa.
A Neonadio le resultó conocida la cara del changuito, pero alzó la vista hacia el dueño de la casa. Un niño cada noche y el Diablo me asegura la tenencia, dijo el hombre. Ustedes me verán como a un malvado, y acaso lo sea, pero ellos no tienen nada que perder y yo apuesto demasiado, dijo y el juez le preguntó qué hace con ellos. No me haga preguntas zonzas, dijo el hombre. Usted debe imaginarlo.
El magistrado comprendió que el dueño de la casa le arrojaba todas sus responsabilidades, porque lo que él imaginara que haría con el niño ya no iba a ser responsabilidad de aquel sino suya, que era capaz de imaginarlo.