Laberintos humanos. El reflejo
Cuando Neonadio y el juez Pistoccio dieron alcance al hombre que llevaba al changuito hacia el cementerio, el dueño de la Casa Grande sacó un espejo de su bolsillo. Véanlo por ustedes mismos, les dijo y enfrentó el espejo ante la cara del niño, donde vieron el rostro sorprendido de Neonadio. ¿Necesitan ver algo más?, les preguntó el hombre.
Neonadio buscó la mirada del changuito, a quien el hombre empezó a zamarrear de los hombros incitándolo a que les dijera a aquellos dos quien era. No hace falta ya, trató de interceder el juez Pistoccio, pero el hombre le dijo que era necesario, y entonces el niño dijo que se llamaba Neonadio, y se echó a llorar.
El dueño de la Casa Grande les explicó que, desde hace años, esa medianoche llevaba al niño a sacrificar al cementerio para que el Diablo no le quitara la tenencia, y que todas las madrugadas se repetían a la espera de esa en que lo rescataban. ¿Me comprenden?, les preguntó inútilmente, porque lo que quería era que se lo explicaran.
Pero no podían hacerlo, sólo que el juez miraba a Neonadio viéndose a sí mismo, de niño, tal como lo fue veinte años atrás, cuando no le hizo caso a su abuela y se acercó a la prohibida Casa Grande. Como sea, deben irse, les dijo el hombre. De alguna manera que no entiendo, el changuito se salva para llegar a ser usted, le dijo a Neonadio.
De alguna manera se salva y no comprendo cómo, les dijo cuando ya Pistoccio y Neonadio corrían hacia las vías, donde volvía pasar el tren, al que subieron para seguir su viaje hacia San Salvador de Jujuy.