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6 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
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Diario de viaje: en Bolivia nada puede malir sal

Lluvias, confusión en el aeropuerto y un nuevo Hércules, fueron parte de la jornada en que dejamos La Paz para desembarcar en Uyuni.
Sabado, 13 de enero de 2018 20:44
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En el día de descanso preferí no contar lo que sucedió en esas horas porque, como siempre, fue muy estructurado y nada fuera de lo común. Los principales pilotos brindaron aburridas conferencias de prensa y los demás aprovecharon las comodidades de hoteles en los alrededores del campamento para, justamente, descansar. Por supuesto que no todos pudieron fugarse, como los amigos de malle motos (la categoría original), aunque usaron su valioso tiempo para arreglar sus vehículos y dejarlos perfectos para la etapa maratón entre La Paz y Uyuni.

Para los periodistas no fue justamente un día de descanso, salvo para los que se fueron a pasear a Sucre. Es que quienes deciden quedarse en el campamento, aprovechan la jornada de mayor relajación para los competidores y los entrevistan. Yo opté por esa opción, pero se me ocurrió hacer otro tipo de notas y por suerte a los que fui a ver, se prendieron en la idea que van a observar en el suple del lunes, el día que por fin entremos a Salta.

Los amigos de la mesa sudamericana estuvieron tan ocupados como yo y cuando quisimos salir al centro (la noche ya le ganaba a la tarde), una intensa lluvia nos prohibió dejar la sala de prensa. Fue el esperado momento en todo Dakar en que decís: ¿qué hago acá?

“La próxima vez pido cubrir los Juegos Panamericanos”, digo, pero recuerdo la evacuación de Oruro el año pasado y siento que es solamente un pequeño malestar. A la noche, por fin, nos cruzamos al shopping y al rato volvimos junto a Ricardo, un periodista dakariano de San Pablo, Brasil que nos pide probar el asado argentino. Pronto, amigo.

Esta mañana, la del sábado 13 (¡se cumple un mes del segundo Maracanazo del rojo!), la lluvia volvió a ser protagonista. Quizás eran los flamenguistas que no paraban de llorar (perdón, nos pongamos serios de nuevo).

Nos subimos al micro y desde la zona baja de la ciudad, empezamos a ascender hasta el Alto, la población donde está el aeropuerto internacional, a 4150 metros de altura sobre el nivel del mar. Nos bajamos felizmente en esa estación aérea, en la puerta de ingreso principal. Creíamos (ilusos) que viajaríamos en un avión comercial, hasta que dos mini combis aprecieron, tras el error, y transportaron a toda la gente del colectivo a la zona militar. Eramos sardinas enlatadas y encima, las valijas iban en el techo empapadas. Es que en Bolivia nada puede malir sal.

Después de la requisa caminamos hasta encontrar el avión (sí, el Hércules).

Otro viaje eterno, donde el colega Gonzalito se durmió en profundidad y apoyó su cabeza en mi hombro. Temí que a esta altura del partido, se haya puesto mimoso, pero entendí que el cansancio pudo más.

Llegamos a Uyuni con la sensación de que uno de los militares de la Fuerza Aérea viajaba por primera vez en avión. No paraba de sacar fotos tanto desde el aire como una vez aterrizados.

La comida fue una tarta de de jamón y queso con lechuga morada y la opción B, fideos. No había terminado el plato cuando escuché las primeras motos y me fui a hablar con los pilotos que estacionaban rendidos después de una jornada agotadora que terminó mucho más tarde, porque ellos mismos tuvieron que ser sus mecánicos. Obviamente los de malle motos la pasaron diez puntos.

Con el trabajo listo, enviado y el “despacho” (como dicen los chilenos) de las imágenes, salí a hacer fotos al centro, o mejor dicho a las pocas cuadras de la zona central.

Volví al campamento rápido porque me pone mal ver animales sueltos con tantos vehículos por la ciudad. Pido que nada pase. Pensé en ese momento si es era exageración mía estar tan pendiente de eso y cuando doy la vuelta para ingresar a la avenida Ferroviaria, del campamento militar, un hombre sentado le daba de comer a su mascota. Me acerqué y le pedí que tenga cuidado. “Pierde cuidado, amigo. Estoy atento”. Me sentí bien, no soy el único acá.

Terminé este diario de viaje y guardé mis elementos de trabajo. Cuando estén leyendo (si es que no se aburren antes), un colectivo nos estará transportando a Tupiza en colectivo. El trayecto: nueve horas, mínimo. Allá vamos a probar si la pelota que me acompaña hace “chanfle”. Saltita, estás muy cerca. Pronto dejarán de ser fotos o llamadas con Pato, para verla junto a mis hijos de cuatro patas.

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