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Alfonsín y la fugaz ilusión

Miércoles, 31 de octubre de 2018 00:00
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Hace treinta y cinco años, varios exiliados argentinos refugiados en Europa habíamos completado un proceso cargado de debates, de autocríticas y de reciclaje intelectual. Habíamos vivido la experiencia traumática del segundo peronismo (1973/76). Constatábamos -impotentes, pero bastante bien informados- las atrocidades que cometía la dictadura militar argentina. Y experimentábamos un inocultable deslumbramiento por la transición política y las reformas económicas que permitieron a los españoles -tras 30 años de franquismo- construir una democracia moderna, integrarse en Europa, mejorar su bienestar y consolidar la convivencia pacífica y en libertad. Así fue como llegamos a la cita electoral de 1983 que habría de devolver los poderes del Estado a los ciudadanos argentinos. Desde el exterior habíamos bregado -muy modestamente- por el restablecimiento de la democracia, y fuimos impactados por dos acontecimientos centrales de la campaña: La reaparición de los viejos vicios incrustados en el peronismo y el discurso renovador del candidato de la Unión Cívica Radical.

El despropósito de Herminio Iglesias en el acto de la avenida 9 de julio, las sospechas de entendimientos con los militares en retirada, la ausencia de un programa que comprometiera al peronismo con las reformas democratizadoras imprescindibles, sembraron el escepticismo entre aquellos peronistas exiliados. A su vez, las apelaciones a la Constitución y a los valores de la república vinculaban a Raúl Alfonsín con el centrismo de Adolfo Suárez cuando no con la socialdemocracia de Felipe González. O, al menos, esto fuimos percibiendo desde la distancia y en medio del vértigo de los acontecimientos que, de una u otra manera, habrían de influir en nuestras vidas, acelerando nuestro regreso. Producido el triunfo de Alfonsín, los así llamados "euro peronistas" apostábamos por un proceso de transición basado en el consenso, la cooperación y la cordialidad entre las principales fuerzas políticas de la Argentina.

En nuestros sueños estaba contribuir a que los argentinos construyéramos -como lo habían hecho los españoles de los Pactos de la Moncloa- una nueva argentina democrática, moderna, equitativa, integrada en el mundo. Una nación que dejara atrás las rencillas, los fanatismos.

Sin embargo, pronto quedó de manifiesto que la cúpula peronista, salvo excepciones aisladas, y su brazo sindical no estaban imbuidas por el espíritu del consenso. Muchos de los actores del desastre que terminó siendo el segundo peronismo se aprestaban para acosar el presidente, deseando retroceder hacia las patrias sectarias (me refiero a las consignas tales como la patria peronista o la patria metalúrgica).

Las vacilaciones ante la depuración de las responsabilidades de los dictadores, el freno al Proyecto Mucci y la falta de compromiso de aquellos vértices con la doctrina y la práctica de los Derechos Humanos (no en su versión manipulada por ciertos actores de la tragedia setentista, sino siguiendo los contenidos forjados por las grandes Declaraciones Internacionales), mostraron que los Pactos de la Moncloa no serían posibles -lamentablemente- en la Argentina real.

Alfonsín bregó una y otra vez por alcanzar consensos con el peronismo y con otras fuerzas políticas y sociales, y ofreció al país el Programa de Parque Norte. No tuvo mayores éxitos, salvo quizá -y en un tono menor- la conformación de la Convergencia, una convocatoria generosa que terminó distorsionada por las tentativas de construir un tercer movimiento histórico que, al fin de cuentas, pretendía reiterar métodos y objetivos impropios de los desafíos -aún pendientes- de la Argentina contemporánea.

 

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