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El pontificado de Francisco nos resulta significativo por las obvias razones de su origen nacional, aunque también por las percepciones encontradas que suscitan en la opinión pública local. Allá por el 2000, Néstor Kirchner llegó a avizorarlo como un eventual jefe de la oposición. Jorge Bergoglio se convirtió, así, en uno de los grandes referentes del antikirchnerismo. Es más, cuando fue elegido pontífice, el Gobierno de Cristina Kirchner se conmocionó tanto como los sectores más cerriles del antikirchnerismo que vieron en el papa Bergoglio un cruzado en contra del neopopulismo latinoamericano.
El entusiasmo de los opositores duró poco, así como la desilusión de los kirchneristas que no tardarían en descubrir que había llegado al trono de Roma "uno de ellos". Un giro asombroso, aunque no sorprendente para quienes lo conocían, ya fuere por vías políticas o académicas. Fue el caso del vicegobernador provincial Gabriel Mariotto, quien, a diferencia de sus compañeros, se lanzó a festejar la llegada al obispado de Roma de "un Papa argentino y peronista". También lo fue el del historiador italiano Loris Zanatta, quien, especializado en la historia de la Iglesia argentina, había formulado un seguimiento exhaustivo de la trayectoria de Bergoglio advirtiendo que luego de la natural luna de miel con Francisco, deberíamos lidiar con tres problemas: que era jesuita, que era peronista y, lo más importante, que era Bergoglio.
El giro fue inmediato. La expresidente Kirchner viajó protocolarmente al Vaticano pero mantuvo una conversación secreta con su compatriota durante varias horas. De ahí en más, las cosas se invirtieron: Francisco recibió privilegiadamente a los máximos exponentes del Gobierno, llegó a levantar la bandera de La Cámpora, y no se cansó de repetir ante sus interlocutores el memorable "Cuiden a Cristina". Ya con Mauricio Macri en el Gobierno, y pese a la reconocida proximidad entre el exjefe de gobierno de la CABA y el hasta 2013 arzobispo, la reacción se tensó. Bergoglio, buen conocedor del lenguaje de los gestos, no solo celebró la visita de los opositores más acérrimos e incluso de clara vocación destituyente respecto del Gobierno, sino que envió rosarios bendecidos a cuanto funcionario kirchnerista acabara tras las rejas por casos de corrupción.
Desde entonces, lejos de procurar cicatrizar la famosa grieta política, no hizo más que atizarla mediante toda una serie de mensajes y actitudes que llenaron de perplejidad a todos: a algunos, por haber desconfiado tan injustamente de quien era su potencial aliado por los supuestos de Kirchner, quien, no sin razón, lo consideraba un ególatra de reflejos temibles; y a otros, porque el presunto Wojtyla en contra de los neopopulismos se convirtió en su principal legitimador, como lo prueban sus silencios cómplices respecto de la dictadura de Maduro y su negativa a recibir a los disidentes del régimen castrista. Aparecieron entonces sus simpatías respecto de la denominada "teología del pueblo". Inspirada por los sacerdotes Lucio Gera, Juan Carlos Scannone y Rafael Tello, esa teoría adicta a la "opción por los pobres" una militancia que procura confesionalizar a punteros y referentes territoriales en acción mancomunada con organizaciones sociales como la Cetep y el Movimiento Evita, además de los denominados "curas villeros". Plantea ideas reconocidas por nuestro populismo inveterado: la idea de un "pueblo" concebido como una "unidad mística" fundada en el "amor" y en lucha contra el "antipueblo", identificado con el capitalismo y un demonizado "liberalismo".
Luego de un breve impasse, Bergoglio ha vuelto a la carga identificando ofensivamente a los partidarios de la despenalización del aborto como émulos de los nazis y sus experiencias eugenésicas. La Iglesia argentina no ha sido ajena a la violencia facciosa que contamina nuestra cultura política. La delicadeza de la situación actual requiere de responsabilidad de todos los sectores. No es precisamente la que exhiben los cruzados del Papa, ni los civiles ni los eclesiásticos, con todas sus eventuales concomitancias.