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Las cofradías o hermandades, son instituciones típicas del siglo XIII, a las que la Iglesia supo infundir el concepto cristiano del trabajo, sentido de fraternidad y caridad cristiana. En ese tiempo crecieron las villas, prosperaron las ciudades, se forjó la burguesía, se incrementó la industria y el comercio.
En su origen, las cofradías tuvieron fines gremiales o institucionales que agruparon a sectores profesionales y eran independientes.
Cofradías o hermandades, son términos que adquieren el carácter de sinónimos, expresaban el aspecto técnico y religioso de una misma corporación. A estas corporaciones la Iglesia les imprimió un carácter profundamente religioso. Cada una tenía su patrono: la de los herreros y orfebres, San Eloy; la de los carpinteros, San José; la de los carreteros, Santa Catalina de Alejandría; la de los médicos, San Cosme y San Damián; la de los perfumistas, Santa Magdalena.
La imagen del santo patrono adornaba los estandartes de la corporación en las procesiones y fiestas, y en su capilla o altar particular hacían celebrar misas, en especial cuando moría alguno de los cofrades.
La fundación de una cofradía requería de la aprobación de la Corona, que, en el caso de las tierras americanas, por delegación papal, ejercía el derecho de patronato sobre la Iglesia.
Se establecía conforme a los Cánones del Título V del Código de Derecho Canónico.
En su defecto, procedían las autoridades religiosas locales, el obispo, o el Cabildo eclesiástico en sede vacante en consonancia con la Ley 25, Título 4, Libro 1´ de las Leyes de Indias. La autorización dependía de los fundamentos de la utilidad espiritual de la entidad, y consistía en la aprobación de las llamadas "Constituciones", o reglamentos que regirían la vida interna y las finalidades de la asociación.
La cofradía registraba su funcionamiento en libros, en particular las actividades de los hermanos y las obligaciones culturales y sociales de la comunidad.
Esta documentación era usualmente gestionada por los clérigos, en aquellas cofradías integradas por personas ágrafas. Las órdenes religiosas alentaron su establecimiento, particularmente la de los mercedarios y dominicos, pero también hubieron cofradías y hermandades creadas por el clero secular.
Inclusión y exclusión
Las reglas de ingreso a las cofradías permiten conocer la amplia variedad de opciones. Encontramos cofradías que agrupaban exclusivamente a mujeres, como la de San Pedro Nolasco en Córdoba, de inspiración mercedaria, que admitía españolas y criollas.
Había cofradías de indios y de negros, que podían incluir a los libertos, pero también a los esclavos.
Otras limitaban el ingreso sólo a los españoles, estableciendo el requisito de la pureza de sangre. En algunos casos la normativa de aceptación era tan estricta que impedían la incorporación de quienes no fueran blancos libres de toda mancha, y especialmente de antepasados judíos o condenados por la inquisición.
La Hermandad de la Caridad de Córdoba especificaba que sus miembros debían ser "cristianos viejos, de limpia y honrada generación, sin raza de moriscos, mulato ni indio, ni penitenciados por el Santo Oficio ni de los que hayan sido castigados por la justicia ordinaria con pena afrentosa".
Otro requisito era saber leer y escribir. Otras, como la Cofradía de Nuestra Señora del Carmen en Jujuy, permitía el ingreso de mujeres y varones españoles, indios, cholos, negros, mulatos libres y esclavos. En muchos casos, el ingreso del cofrade implica también el de su familia, la que incluía esclavos, indios a su servicio y demás parientes. Esta posibilidad de ingreso otorga a estas cofradías un carácter democrático y la posibilidad de coparticipar de los beneficios que devenían de su incorporación.
La Cofradía de San Baltazar y Ánimas fue creada por el clero de Buenos Aires en 1772 para negros, mulatos e indios en la parroquia de Nuestra Señora de la Piedad del Monte Calvario. Otras cofradías correspondían a diversas actividades, profesiones y oficios: artesanos, comerciantes, clérigos, militares, etcétera.
Una frustrada fundación
Los negros de Salta no fueron ajenos a esta adhesión a las cofradías. La petición de los esclavos refleja la afición predominante y el culto de preferencia sobre los santos que creían más cerca por la similitud del color, aunque no siempre por las virtudes.
En 1772, una docena de negros se presentaron al obispo Ángel Mariano Moscoso, con autorización de sus amos, manifestando su especial devoción por San Baltazar (que tuvo culto en la iglesia de la Compañía de Jesús) y solicitaron fundar una cofradía, para fines píos y espirituales en beneficio de sus almas, tomando como lugar de las devociones el templo citado.
Rogaron al obispo la provisión de ordenanzas y estatutos a observar por la confraternidad, y su envío ante el Real Consejo de Indias, y traslado al gobernador don Martín de Jáuregui. También peticionaron a Moscoso el nombramiento de una persona que asistiera a las juntas de la cofradía, en nombre del obispo. Por no saber ellos firmar, don Nicolás Rodríguez lo hizo por el grupo de esclavos.
El obispo denegó la solicitud, aduciendo que, en la iglesia de San Francisco, ya existía la Cofradía de San Benito con intervención y oficio de negros. Consideraba el prelado que con ésta bastaba para que los negros se ejercitasen en su devoción.
Subyacía en esta negativa una previsión adoptada en 1683 por el Dr. Fray Nicolás de Ulloa, obispo del Tucumán, que había observado la relajación de las costumbres en las reuniones de negros, indios y mulatos, quienes al término de los oficios religiosos se entregaban a la libación de bebidas alcohólicas y a las danzas frenéticas, culminando de esta suerte la celebración religiosa a los patronos. Por consiguiente, Ulloa, mediante un auto, prohibió estas celebraciones que devenían en cuasi bacanales, clausurando las cofradías de la Santa Cruz, San Juan, la Concepción y Santa Rosa, ante los insultos y pecados que se originaban, aduciendo que las celebraciones se reducían en comer, beber, bailar y cantar. Bailes y cantos profanos, que contrastaban con los ritos litúrgicos.
A trescientos treinta y cinco años de esta prohibición, del otrora obispo del Tucumán, el auto ha caído en desuso. En la actualidad, es tradición para algunos fieles que organizan misachicos, al término del oficio de la Santa Misa, dirigirse a la casa del depositario del santo o Virgen al ritmo de danzas, degustar comidas y participar del disfrute de la música. Aún sobrevive tanto en las urbes y la campiña salteña esta mixtura de ritos tanto católico, como los heredados por las culturas aborígenes y africanas.
Caridad cristiana
Estas cofradías o asociaciones de fieles perseguían finalidades variadas; entre ellas, las de carácter devocional -como la veneración de una advocación de la Virgen María o de un santo las prestaciones de servicios litúrgicos o caritativos como el alumbrado del Sagrario de una iglesia o la sepultura de difuntos pobres y la intercesión espiritual por determinadas necesidades, por ejemplo la redención de las almas del purgatorio o la más tangible de los cautivos de los indios. A esa finalidad principal se agregaban casi siempre otras relacionadas con el bienestar espiritual y material de sus miembros, como la participación en pláticas y ejercicios espirituales y algunas formas de ayuda mutua previstas en los reglamentos, como la asistencia de los hermanos enfermos. Además, otras solidaridades se activaban oportunamente, en función de los intensos lazos de reciprocidad que solían unir a los cofrades.
Por ejemplo, la Hermandad de la Caridad, creada en Buenos Aires en 1727 y en Córdoba desde 1771, tenía como objetivo principal la asistencia material y espiritual de los difuntos pobres, cadáveres no identificados, menesterosos fallecidos en los hospitales, condenados a muerte, lo que implicaba proporcionarles digna sepultura y oraciones por sus almas. También hubo de administrar el Colegio de Niñas Huérfanas y el Hospital de Mujeres. La Hermandad de Buenos Aires se encargó desde 1784 de la Casa de Niños Expósitos, sitio de recogida y alimentación de los niños abandonados por sus padres, evitando su muerte o ser destrozados por canes o cerdos. Del fondo común, salían grandes sumas para las limosnas a los indigentes y para la fundación de asilos, hospitales y otras obras de beneficencia y de piedad. Los reglamentos de las cofradías preveían además ciertos mecanismos de ayuda mutua, en general relacionados con la enfermedad y con la muerte. En algunos casos, durante la enfermedad, los cofrades tenían derecho a la asistencia de un médico o enfermero que era pagado con los fondos de la entidad. Sus miembros eran instados a acompañar al enfermo durante la convalecencia, por medio de oraciones o con la visita a sus lechos. La Hermandad de San Pedro en Buenos Aires estableció un servicio de enfermería.
En estas organizaciones se establecían vínculos de solidaridad. En muchos casos, los cofrades estaban ligados por relaciones de parentesco sanguíneo, político, o ritual: compadrazgo, o por lazos de afinidad: amistad o paisanaje. Constituía la cofradía una red social de contención y cohesión. Esos lazos de solidaridad se traducían en otro tipo de ayuda. Fue común que las cofradías prestaran sus fondos. A falta de instituciones financieras, a la hora de necesitar dinero, formar parte de una cofradía posibilitaba el acceso al préstamo. Podía suceder que un cofrade noble pero pobre, tuviera una hija para casar, la cofradía facilitaría el dinero para la dote, o la ubicaría en un convento. Otro cofrade podía aspirar a establecer un comercio y acudía a obtener el dinero necesario para iniciar un negocio. El patrimonio de la cofradía se constituía con las cuotas de ingreso y las mensuales o anuales. Pero muchas de ellas recibieron importantes donaciones testamentarias, con las que lograron adquirir bienes que les proporcionaban rentas más o menos regulares: estancias, terrenos y casas. En tierras altoperuanas, fue común el arriendo de tierras, cría de ganado y derechos de pastaje. Otro aporte provenía de las limosnas. No era concebida como una dádiva, sino como un deber para con el prójimo o con las instituciones que las necesitaban. A falta de una protección estatal, la Iglesia, bajo el precepto de amar al prójimo, y a través de las cofradías y hermandades, ofrendó en América la primera cobertura a los sectores más desprotegidos y marginales de la sociedad colonial, desde la cuna hasta la sepultura.