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Uno de los sucesos más desgarradores que hubieron de sortear los hombres en la historia de la humanidad, y que ponían en jaque segando vidas, haciendas y fortunas; y que persisten en la actualidad; fueron los incendios, aquella penosa instancia que, ora por negligencia, accidente o premeditadamente, dejaban a un conjunto de pobladores en la más oscura desprotección e infortunio.
Desde tiempos remotos los incendios ocuparon su página en la historia del hombre. Desde aquella famosa destrucción de la Biblioteca de Alejandría, en su momento la biblioteca más grande e importante del mundo antiguo. La tradición señala a uno o varios incendios esta pérdida de una gran cantidad de documentos y de libros. Una versión atribuye que la tropa de Julio César en el año 48 A. C. incendió tan monumental exponente de la cultura antigua.
La biblioteca, construida a comienzos del siglo III A.C. por Ptolomeo I Soter, y ampliada por su hijo Ptolomeo II Filadelfo, contenía más de 900.000 manuscritos. Fue construida sobre la ciudad que Alejandro Magno fundó tras de liberar Egipto de los persas. Su idea fue la de establecer una ciudad que iluminara el saber del mundo entero. Esta obra se inició después de su muerte en el 323 A. C.
Otro episodio que cobró fama en las páginas de la Historia fue el que aconteció en una noche del mes de julio del año 64, cuando se declaró un feroz incendio en el área del Circo Máximo en Roma. El viento propagó rápidamente las llamas, sembrando el terror entre la población. Durante seis días y siete noches el fuego hizo presa de cuatro de los catorce barrios romanos, los cuales fueron arrasados y otros siete quedaron seriamente dañados. Se logró habilitar cerca del Monte Esquilino una zona abierta a modo de cortafuego. La tradición dice que el fuego fue iniciado por el emperador Nerón, aunque éste responsabilizó a los cristianos por la devastación. Es el momento en que se inicia en la Iglesia la persecución feroz e implacable contra los cristianos.
La ciudad de Londres hubo de soportar en varias oportunidades este trágico siniestro. En el siglo XII, el gran incendio de Southwrak fue mortífero y dejó 3000 personas muertas, muchas de la cuales fallecieron incineradas al quedar atrapadas en el puente de Londres, el que estaba hecho de maderas, material altamente inflamable. Posteriormente, a mediados del siglo XVII, Londres era una metrópoli emergente que competía por el control del comercio internacional con los Países Bajos. En la aciaga jornada del 2 de setiembre de 1666, el fuego comenzó en la casa del panadero del rey Carlos II de Inglaterra. La errónea actitud del alcalde londinense, le restó importancia al incendio, actitud que propició que, en cinco jornadas, Londres ardiera y quedará prácticamente en ruinas. Más de trece mil casas, ochenta y siete iglesias, tres puertas de acceso a la ciudad fueron reducidas a cenizas. Más de 80.000 personas quedaron sin hogar.
Fuego en la catedral
Era la medianoche del domingo 5 de julio de 1615, cuando en menos de dos horas, sin poder remediar, se abrasó el sagrario muy hermoso y el costoso retablo donde estaba el Santísimo Sacramento, el órgano, el coro y las riquezas ornamentales que guardaba el templo mayor de la diócesis del Tucumán con sede en Santiago del Estero. El fuego se extendió por toda la Catedral, sin poder sacar cosa alguna. Según el testimonio de fray Pedro Guerra, que había acudido con sus frailes a las voces lastimeras en el tumulto de una acongojada feligresía y con las campanas anunciando a la ciudad tan terrible calamidad: "la vehemencia de dicho fuego, de que quedó la dicha gente asombrada, triste y desconsolada. Solamente se pudo librar de las llamas la imagen de Nuestra Señora". Signo milagroso que la Madre de los santiagueños no los abandonaba en hora tan desgraciada.
De nada valieron los esfuerzos del gobernador don Luis Quiñones Osorio y de todos los sacerdotes, clérigos y los demás religiosos de las Órdenes, de vecinos y moradores quienes trabajaron codo a codo junto a muchos naturales. Aquella Catedral había costado más de cuarenta mil pesos y en breve tiempo el fuego la redujo a cenizas.
Mucho se conjeturó sobre las causas que provocaron tan infernal incendio. Las sospechas recayeron sobre el sacristán que habría dejado inadvertidamente alguna luz encendida adentro.
El gobernador se hizo cargo de la situación, y convocó a los principales vecinos para la inmediata reconstrucción del inmueble. Se decidió acudir a todas las ciudades del Tucumán. Pero fue escaso el rendimiento "por la pobreza grande de la tierra". Sin desalentarse, obtuvo el concurso del licenciado Juan Ocampo Jaramillo, quien fue en persona a los montes del Tucumán en procura de toda la madera necesaria para la reedificación. Sus carretas y bueyes recorrieron la región haciéndose con toda la tablazón necesaria para tan anhelado templo. Había gastado siete mil pesos de su peculio, y temiendo no llegar ni a la mitad del edificio, acudió a Felipe III y a su Real Consejo. A primeros de enero de 1617 pudo ser habilitada parcialmente y a poner auto para que se bendijese y dedicase a la advocación de la Augusta Madre Inmaculada.
La obra continuó bajo el tercer obispo del Tucumán, el doctor Julián de Cortázar y con éxito satisfactorio. Era el nuevo pastor hombre previsto y ejemplar que dispuso todo lo necesario para concluir lo que faltaba y levantar el culto que estaba muy caído. El Cabildo de Santiago del Estero, en acta del 25 de mayo de 1621, puso por las nubes al Obispo y al templo: “llevó a efecto la reedificación de la iglesia catedral, cuya fábrica compite con la de otras mayores ciudades”.
En el término de un lustro, la madre de ciudades, volvía a lucir con una verdadera joya y a gozar del amparo de María Inmaculada, única sobreviviente del infausto incendio.
La Virgen del Incendio
El acontecimiento relatado por Monseñor Julián Toscano en su libro “El primitivo obispado del Tucumán” se produjo en las inmediaciones de la ciudad de Salta, a mediados del siglo XVIII, más precisamente en el años de 1745, tiempo en que Salta fue “invadida por indios en número estimado en mil, llegaron a tres leguas de Salta, saquearon, mataron e incendiaron”. La cifra de víctimas llegó a cuatrocientas entre muertos y prisioneros que se llevaron. Entre los edificios que se quemaron en la campaña, uno pertenecía a la granja de los jesuitas, distante a tres leguas de la capital. En una ermita que había en el sitio, estuvo ardiendo dieciocho horas seguidas. En ese sitio recoleto, había una pequeña imagen de la Inmaculada de medio palmo de alto fabricada en madera resinosa, por consiguiente, más apta para el fuego. Esta estatua de la Virgen Inmaculada permaneció ilesa de aquel gigantesco incendio.
La población tomó esta afortunada situación por verdadero milagro, conociéndose en lo sucesivo a esta advocación de la Madre por Virgen del Incendio. Esta imagen de la María Inmaculada quedó en manos del Padre jesuita Vicente Sans. En conocimiento que su profesor de Filosofía en la Real Universidad de Cervera, el Padre Pedro Ferrusola era devoto de la Virgen y que levantaba una capilla para la Virgen se decidió a enviarle la imagen prodigiosa, de tal suerte que la imagen milagrosa fue a residir en tierra hispana. El Padre Ferrusola la recibió con júbilo, y con los testimonios del milagro, el ilustrísimo obispo de Solsona, dio el decreto que autorizaba la publicación del milagro y el culto público de la imagen bajo la denominación de “Virgen Inmaculada del Incendio”. En Cervera se hizo gran celebración, concurriendo sus habitantes en nutrida procesión para entronizarla en la capilla. Así, los salteños, entre muchas cosas que perdimos, está la milagrosa Virgen del Incendio.
Los vientos de Lucifer
Es de tiempos remotos que en agosto se agitan terribles vientos convertidos en nubarrón por el polvo levantado de la tierra seca en nuestro territorio salteño. Esos vientos calientes traen aparejado la actitud desaprensiva de irresponsables que producían el incendio de la campiña y cerros que bordeaban a la muy noble y leal ciudad de Lerma. Densas columnas de polvo y humo, que el vulgo denomina “remolinos”, se agitaban y se siguen agitando. Esos vientos no son limpios y causaban estragos, los ojos se encendían y lloraban, llenándose de impurezas que arrastraba el mismo viento.
Nuestros antepasados; según refiere Bernardo Frías en su “Crónicas y Apuntes”; creían que era Satanás el que con sus alas de murciélago echaba a rodar aquellos vientos calientes con el correlato de incendios. Era Mandinga mismo, bailando al son del viento huracanado entre la quemazón de campos llenos de pastos secos y la serranía también abrasando la atmósfera con el calor del fuego. En la negrura de la noche, refulgían aquellos campos y montañas con sus fuegos que aquellos viejos salteños los comparaban con una representación infernal trasladada a la tierra salteña. En esos días la gente no salía a la calle, se vivía a puerta cerrada y en alarma porque el fuego devoraba no solo pastura y flora, sino también vacas, ovejas, cerdos y las casas de la gente trabajadora. El incendio devenía así en obra diabólica. Estas quemazones atribuidas a la iniciativa infernal de Lucifer, tenían también la celestial virtud no sólo de matar las sabandijas y demás insectos que en la época de la sequía crecían e inundaban los campos y los cerros, sino que los temibles incendios, después de la primera tormenta hacían reverdecer más pronto los campos, pastos y hierbas; así que el primero de los campos que se quemaba, era el primero en reverdecer.
Incendios y fuegos de otrora, que desgraciaron vidas, pero que también configuraron verdaderos anuncios de redención.