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A punto de cumplirse cuarenta años del ingreso triunfal en Managua de las guerrillas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que protagonizaron el derrocamiento del régimen dictatorial de Anastasio Somoza, Nicaragua atraviesa una situación extrañamente similar: el presidente Daniel Ortega, usufructuario de aquella histórica lucha, está acorralado por una ola de protestas que puede eyectarlo del poder tal como sucedió con aquel último exponente de la odiada dinastía que gobernó el país entre 1937 y 1979.
En un país con 6.300.0000 habitantes, tras un año de protestas callejeras, iniciadas hace doce meses con movilizaciones contra un proyecto gubernamental de reforma previsional, las estadísticas registran 325 muertos y 2.000 heridos, unos 700 presos políticos y alrededor 60.000 exiliados, según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que en la década del 70 se encargaba de documentar las tropelías de la dictadura somocista.
La revolución traicionada
Días pasados, desde Managua, la periodista argentina Gabriela Selser escribió en un diario de Buenos Aires una estremecedora radiografía de lo que sucede en Nicaragua. Su crónica describe cómo soldados con uniformes negros, armados con fusiles de asalto A-47, patrullan las calles de la capital, hasta hace pocas semanas recorridas por miles de manifestantes que enarbolaban la bandera nacional y entonaban consignas como "Ortega, Somoza / son la misma cosa!".
La mención a la periodista resultaría ociosa si no fuera por su biografía: a los 23 años, Gabriela fue corresponsal de guerra de "Barricada", el diario oficial del FSLN. Vestida con uniforme verde oliva y con un fusil al hombro, cubrió informativamente la insurrección contra el régimen de Somoza.
No estaba allí por casualidad. Era un mandato de sangre: su padre, el escritor argentino Gregorio Selser, es el autor de "Sandino, general de hombres libres", un célebre libro publicado en 1955 que inmortalizó la figura del líder nacionalista nicaragense, jefe de la resistencia a la intervención militar estadounidense en la década del 30, asesinado en 1934. Por esa obra, Selser padre fue condecorado y convertido en un escritor de culto por el régimen sandinista. Pero la decepción de Gabriela no es una excepción. La mayoría de los antiguos dirigentes y funcionarios del régimen están en la oposición. Varios integran la lista de presos políticos. Una de las principales fuerzas de la oposición es el Movimiento de Renovación Sandinista (MRS), que caracteriza al régimen como "un somocismo redivivo y reencarnado en el orteguismo, que niega hoy, como antes lo hizo la dinastía de los Somoza, la aspiración de democracia del pueblo nicaragense".
El exvicepresidente Sergio Ramírez sostiene que "su tiempo se acabó". Desde su lecho de enfermo, el sacerdote jesuita Ernesto Cardenal, otrora figura estelar del "sandinismo", enfatiza su oposición. Mónica Baltodano, una mítica exguerrillera que integró el Estado Mayor del FSLN durante la etapa insurreccional denunció que fue víctima de amenazas de grupos paramilitares. El propio Humberto Ortega, ex dirigente "sandinista" y hermano del presidente sugirió la conveniencia de adelantar las elecciones para superar la crisis.
Historia de una traición
La mutación de Ortega desde la ideología socialista a lo que el ensayista Sergio Barrios Escalante bautizó como "post-sandinismo patrimonialista" se remonta a 1990, cuando el colapso de la Unión Soviética privó al "sandinismo" de su principal apoyatura internacional. Acosado por la oposición y por la presión estadounidense, Ortega concedió elecciones libres en las que triunfó la líder opositora Violeta Chamorro. Pero para entregar el gobierno, Ortega forzó a Chamorro a suscribir un "Pacto de Transición", que garantizó su supervivencia política.
Este acuerdo incluyó, entre otros puntos, la preservación de la cúpula militar "sandinista" y un proceso de regularización y legalización de la propiedad, conocido como la "piñata", que implicó la devolución de las propiedades confiscadas a los empresarios nicaragenses exiliados en Estados Unidos y la entrega de cuantiosos activos económicos, desde títulos financieros hasta haciendas y establecimientos comerciales, a un grupo de altos funcionarios del gobierno saliente, encabezado por la familia Ortega.
Esta "nueva burguesía" constituyó la base de poder con la que, dieciséis años más tarde, Ortega volvió al gobierno, con la firme voluntad de no volver a abandonarlo, acompañado como vicepresidenta por su esposa, Rosario Murillo, una poetisa que en la década del 70 participó de la lucha guerrillera y luego escaló posiciones hasta transformarse en socia política de su marido.
En 2006, el escenario latinoamericano había vuelto a ser favorable a Ortega. La rutilante presencia de Hugo Chávez en Venezuela y el sistema de alianzas construido desde Caracas con Hugo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Lula en Brasil y Néstor Kirchner en la Argentina eran el extremo opuesto al aislamiento internacional que lo había obligado a la retirada negociada de 1990.
En esta segunda etapa, Ortega fue eminentemente pragmático. En lugar de confrontar con el empresariado, estableció una sólida alianza estratégica, fundada en la distribución de las prebendas estatales y de los beneficios de la ayuda económica venezolana, que sustituyó a la antigua asistencia soviética, a cambio de su neutralidad política.
Paralelamente, buscó una aproximación con la jerarquía eclesiástica, históricamente hostil al "sandinismo". En ese giro, y contra la opinión de los sectores de izquierda, se manifestó contra la despenalización del aborto. La pareja presidencial se casó por Iglesia, en una ceremonia oficiada por el cardenal Miguel Obando y Bravo, antiguo adversario del régimen.
Pero, como sucedió en 1990, esa estabilidad política trastabilló por un cambio en el escenario internacional. La debacle venezolana le quitó a Ortega esa apoyatura económica que había sustituido a la asistencia soviética. A la vez, el colapso político del "arco bolivariano", unido al ascenso de Donald Trump en Estados Unidos, volvió a confinar a Nicaragua en el aislamiento externo.
Al mismo tiempo, y tal cual había sucedido en los últimos tiempos del gobierno de Somoza, la voracidad de la "nueva burguesía sandinista" empezó a colisionar con los intereses de los empresarios tradicionales. En ese nuevo contexto, también volvió a deteriorarse el vínculo con la Iglesia, cuando los obispos empezaron a alzar su voz contra la represión gubernamental a las movilizaciones de protesta. Así como hace veintinueve años, Ortega está hoy ante una encrucijada. O intenta repetir una jugada similar a la que en 1990 le permitió entregar pa cíficamente el gobierno y sobrevivir políticamente o corre el serio riesgo de seguir el destino de Somoza.