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"No hay duda de que hay una lucha política en la Iglesia Católica entre los que quieren la Iglesia soñada por el Concilio Vaticano II y los que no. En esta lucha entra un elemento que Francisco siempre menciona que es el clericalismo, un modo de ejercer el poder en el seno de la Iglesia", señaló días pasados el padre venezolano Arturo Sosa, quien desde octubre de 2016 es el primer sacerdote no europeo elegido Superior General de la Compañía de Jesús, la orden creada por San Ignacio de Loyola en 1534 y en la que se formó el padre Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco. Es imposible que el explosivo contenido de ese mensaje no haya estado previamente en conocimiento del Papa.
Las palabras de Sosa, quien en su pasado registra como antecedente ser reconocido como uno de los más prestigiosos politólogos venezolanos, implicaron una precisión conceptual acerca de la naturaleza de las controversias que el pontificado de Francisco desató en el seno de la Iglesia Católica, cuya dimensión puede ejemplificarse en el episodio inédito de que un cardenal, Carlo Maria Viganó, haya llegado a pedir públicamente la dimisión del Sumo Pontífice.
Los vaticanólogos suelen reprochar a los analistas políticos que sus categorías de pensamiento, forjadas al margen de la singularidad de la Iglesia Católica, derraman interpretaciones equivocadas sobre la dinámica de una institución con 2.000 años de historia. Subrayan que la traslación mecánica al mundo eclesiástico de conceptos como "izquierda" y "derecha" o "conservadores y "progresistas", nacidos del examen del campo ideológico o político, no aclaran sino obscurecen la comprensión de los hechos.
A través de esas interpretaciones parcializadas, cada paso de Francisco es evaluado como un avance o un retroceso en el escenario de una puja políticamente real pero históricamente secundaria, cuya irradiación mediática oculta el sentido más profundo de la discusión que atraviesa a la Iglesia Católica, un debate que el titular de los jesuitas puso en blanco sobre negro cuando afirmó que "Francisco es hijo del Concilio Vaticano II" y enfatizó que "la verdadera reforma de la Iglesia se dará si se acerca lo más posible al diseño del Concilio Vaticano II".
El mandato de los cardenales
La elección de un Papa latinoamericano, en medio de la crisis desencadenada por la renuncia de Benedicto XVI, fue unánimemente interpretada como el resultado de la decisión de los cardenales de quitarle a la Iglesia la impronta "eurocéntrica" que la signó durante siglos y buscar "casi en el fin del mundo", como señaló Francisco en su alocución inaugural ante la multitud congregada en la Plaza de San Pedro, a una figura capaz de guiarla en la ampliación de sus horizontes. Pero esa primera y acertada aproximación de índole geopolítica no agota la originalidad del acontecimiento.
Todos los testimonios sobre los entretelones del cónclave que ungió a Francisco, recogidos en numerosos libros profusamente documentados, coinciden en destacar que la opinión de los cardenales estuvo influida por el impacto causado por una exposición de tres minutos y medios realizada por Bergoglio en una de las reuniones plenarias preliminares que preceden a las sesiones plenarias, en las que cada uno de los prelados participantes expresa en pocas palabras su opinión sobre el futuro de la Iglesia.
Surge de aquellos testimonios que los cardenales apreciaron entonces no solamente la personalidad de Francisco sino también su visión y que su elección, como había ocurrido seis años antes con Benedicto XVI, en 1978 con Juan Pablo II y seguramente en anteriores oportunidades, implicaba asimismo la definición de un rumbo estratégico para la Iglesia y el otorgamiento de un mandato a cumplir.
Ese mandato implícito, condensado en esa intervención de Bergoglio en los prolegómenos de la inauguración oficial del cónclave, podría resumirse en su idea de sacar a la Iglesia de una actitud de ensimismamiento en relación con el mundo contemporáneo, particularmente notoria en la burocracia vaticana y en la mayoría de los episcopados europeos, para imprimirle una actitud de apertura a los nuevos desafíos espirituales de la época.
La elección de Francisco implicó el ascenso de una personalidad carismática decidida a impulsar una "Iglesia orientada hacia afuera", en un camino que en una institución milenaria no podía sino despertar las resistencias, aún involuntarias, de una tradición burocrática y ritualista que el propio Papa, quien no temió en proclamar que "la Iglesia no necesita burócratas", calificó de "clericalismo".
Desatar procesos
Ese combate al "clericalismo" implica la búsqueda de una desburocratización de la Iglesia Católica, que por su diversidad y su extensión territorial tiene la estructura organizativa más
compleja del mundo y, por lo tanto, la más reacia a los cambios. En ese sentido, Francisco remarca que la acción de la Iglesia no puede circunscribirse al clero -que antes que una autoridad, o un poder, constituye un servicio- sino que comprende a “la comunidad de fieles”. Reivindica así el papel protagónico de los laicos, a quienes en su lenguaje prefiere destacar como el “pueblo de Dios”. Esa insistencia en la noción de “pueblo de Dios” evoca su identificación con la denominada “teología del pueblo”, surgida en la Argentina en la década del 70, que reivindicaba el valor de la religiosidad popular y discutía, dentro del campo de la entonces en boga “teología de la liberación”, con el ala izquierda de aquella corriente, ideológicamente más proclive al marxismo.
En una carta enviada al cardenal canadiense Marc Ouellet, titular de la Comisión Pontificia para América Latina, Francisco explica que en la misión pastoral “al pueblo se lo sirve desde adentro”. Sostiene que “muchas veces se va adelante marcando el camino, otras detrás para que ninguno quede rezagado y no pocas veces se está en el medio para sentir bien el palpitar de la gente”. Esto último es lo que caracteriza a quienes Francisco llama “pastores con olor a oveja”.
Según Sosa, los ataques a Francisco apuntan a condicionar su sucesión. El jefe de los jesuitas sostiene que “son un modo de tener influencia en la elección del próximo pontífice, porque Francisco no es un jovenzuelo y su pontificado no será el más largo de la historia. Los opositores piensan en la sucesión porque es necesario mucho tiempo, mucho más que 50 años para poner realmente en acto el Concilio Vaticano II”.
Quienes estudian el pensamiento de Francisco subrayan que una de sus máximas favoritas es que “el tiempo es superior al espacio”. De allí que su misión consista en “desatar procesos” que otros habrán de continuar. Importa señalar que para el Papa hay una prioridad que no descuida en ningún momento: en sus seis años y medio de pontificado ya designó 72 nuevos cardenales, entre ellos 57 cardenales electores, casi la mitad de los 125 miembros del Colegio Cardenalicio que elegirán a su sucesor. Esos nuevos cardenales llevan su impronta.
A Dios rogando pero con el mazo dando...