¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

Su sesión ha expirado

Iniciar sesión
17°
6 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

El frágil Joe Biden, frente al huracán Donald Trump

Domingo, 01 de noviembre de 2020 00:00
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

El martes habrá elecciones históricas en los Estados Unidos, pero históricas porque nunca antes la presidencia de esa superpotencia se había disputado entre dos personalidades tan ajenas a las tradiciones políticas.

Joe Biden es un demócrata convencional, pero su figura llegó por default. Todos los candidatos habían ido cayendo y Bernie Sanders, un radicalizado socialdemócrata, con alguna semejanza con el mexicano Andrés López Obrador, se encaminaba sin obstáculos a la competencia con Donald Trump. El partido percibió más predecible a Biden, un hombre de trayectoria serena, exvicepresidente de Barack Obama, muy castigado por tragedias familiares. Pero su estilo, su presencia pública y su discurso están lejos del tipo del candidato norteamericano. Su apariencia es la de la fragilidad. El instinto de los demócratas permitió sacar un conejo de la galera, Kamala Harris, como la primera mujer afrodescendiente candidata a la vicepresidencia de Estados Unidos. Joven, enérgica y con una fuerte trayectoria como senadora y fiscal de California es hija de un economista jamaiquino y una científica nacida en la India; en su trayectoria, Kamala siempre se enfrentó con los movimientos racistas, xenófobos o machistas que abundan en EEUU.

Todo el mundo (salvo los republicanos y los trumpistas del resto del planeta) se pregunta cómo no fue ella la candidata principal. Lo intentó, pero no pasó de las primeras rondas.

Biden enfrenta al torbellino Trump, políticamente tan incorrecto, que resulta ordinario. Supremacista, xenófobo e imprevisible, ha puesto en crisis valores centrales de los estadounidenses. Y en ese país, la historia tiene su peso. A 244 años de la independencia, el sentido de nación, de democracia y de un destino casi misional han madurado una cultura en la que se alterna la vocación por garantizar la consolidación de un sistema, pero teniendo como motivo último el interés nacional.

Contrariamente a lo que suele sostener el discurso nacionalista del resto del mundo, Estados Unidos no tiene vocación imperial. No tuvo colonias como los países europeos, tampoco cultivó una actitud seductora con sus vecinos y sus intervenciones internacionales siempre estuvieron motivadas por resguardar la propia seguridad. La tardía participación en la Segunda Guerra Mundial se produjo cuando Winston Churchill convenció a Franklin Roosevelt de que un imperio nazi (con apoyo japonés), que sometiera también a Gran Bretaña, sería un peligro para su país. El primer ministro británico se ocupó también de persuadir a Joseph Stalin de que Rusia correría peligro si se convertía en vecina de una Europa nazi. Y de explicar a los británicos que lo que venía era "sangre, sudor y lágrimas".

Después de la guerra, Harry Truman decidió impulsar el financiamiento de la reconstrucción de Europa, y la reconciliación con Japón y con Alemania. Todos se fueron integrando a un sistema enfrentado a la Unión Soviética, con supremacía estadounidense, una guerra fría sostenida en el miedo nuclear, en un mundo bipolar, que no era lo que se dice un imperio.

Luego del colapso soviético concluyó la bipolaridad y lo que se hubiera considerado una hegemonía absoluta de los Estados Unidos, luego de la Guerra del Golfo, el sueño del Fin de la Historia, lejos de convertirse en imperio fue destruyendo la autoridad de todos los organismos internacionales de cooperación. La invasión a Irak fue una guerra preventiva encarada con cierto mesianismo pero con pretextos falaces. Dejó un caos en Medio Oriente.

Estados Unidos sigue siendo la mayor potencia militar, pero China le disputa la supremacía económica, comercial y tecnológica. La globalización, de la que fue principal protagonista, no lo fortaleció. No solo China, sino también Rusia, Turquía, India, Corea y los países árabes han tenido desarrollos políticos y económicos relativamente autónomos.

En 2017, Donald Trump llega al poder y trata de conformar a los blancos y asalariados disconformes con la migración de empresas de su país a Oriente, con el empobrecimiento de sus ingresos, con los latinos y los afrodescendientes. Como todo gobernante que desprecia a la política, Trump se puso del lado de los sentimientos colectivos más conservadores: alentó la xenofobia contra los mexicanos, el desprecio a los descendientes de esclavos, eligió como enemigo a la prensa, rompió con las políticas de género, con el compromiso climático tomado por Obama con el Acuerdo de París, el acuerdo sobre armas nucleares con Irán, atacó al G20, a la Unión Europea, celebró el Brexit británico, restó crédito y condicionó recursos a la OTAN, a la ONU, a la Organización Mundial de Comercio. Con la consigna de "America First", rompió con todas las tradiciones americanas.

La pandemia le jugó una mala pasada. En primer lugar, demostró la vulnerabilidad del sistema sanitario del país. Por prejuicios antichinos, minimizó a la COVID-19 como "un mero malestar", que ya le costó al país cuatro veces más muertos que la guerra de Vietnam.

En 2020, la economía, que fue su fortaleza más importante en los primeros años, ha caído como pocas veces en décadas. Pero está repuntando.

Donald Trump dijo este año que el liderazgo no le ha servido para nada a los EEUU. Sembró miedo, furia e incertidumbre en mucha gente, incluso entre los republicanos.

Las encuestas otorgan a Biden una ventaja de siete puntos. Podría sucederle a Trump lo que a Jimmy Carter, en 1980, y a George H. Bush, en 1992, cuando no pudieron ganar la reelección. Pero su caso es muy especial. Las mismas encuestas lo daban perdedor frente a Hillary Clinton hace cuatro años, y él ganó. Y el juicio político que le prometían desde su primer día de gobierno nunca prosperó.

Si logra ser reelecto, lo más probable es que profundice sus políticas. Es decir, que agregue incertidumbre en un mundo que ya navega entre nieblas. Si pierde, el liderazgo de Estados Unidos quedará en manos de un presidente débil, que obligará a los demócratas a salir del letargo.

.

.

 

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD