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Con el triunfo de Joseph Biden, el espectacular y controvertido liderazgo de Donald Trump ha sufrido un impacto innegable. Pero más allá de su condición de outsider, de su heterodoxia en los vínculos internacionales, de su escaso respeto a la diversidad y de sus ataques contra la racionalidad, es imprescindible observar lo que el expresidente representa.
Las de la semana pasada figuran entre las elecciones más impactantes de la historia de los Estados Unidos. Biden es el candidato más votado de esa historia, y Trump, el segundo. Ambos superaron al Barack Obama de 2008 en una elección que convocó un porcentaje inédito de votantes.
Es probable que el Partido Republicano no quiera volver a alentar a un líder poco previsible y cuyo manejo autocrático del poder podría terminar muy mal. Pero muchos estadounidenses creen que el America First que Trump propuso ofrece garantías económicas, pero también morales (porque el espíritu conservador más profundo es el que apoyó al empresario) y ese numeroso electorado está dispuesto a seguir votando en las urnas y pronunciándose en las calles.
Biden ahora debe gobernar una potencia convulsionada y, a la vez, obligada a redefinir sus relaciones con el mundo.
La primera preocupación puesta de manifiesto es la economía. La disponibilidad de dinero suficiente para amortiguar el estrago de la pandemia y, más de fondo, recrear el sistema de salud pública con nuevos criterios. El coronavirus le ha enseñado al mundo que la salud, como la educación y el acceso a la tecnología, son bienes de la sociedad.
Pero el desafío económico incluye un nuevo posicionamiento internacional. Porque la fortaleza de Trump radicó en su capacidad para enfrentar a China poniendo límites a las inversiones norteamericanas en ese país y generando reformas impositivas para alentar el retorno de esas compañías al país (o a países aliados de alguna manera con EEUU).
El mundo desarrollado transita de la cuarta a la quinta revolución industrial, algo difícil de percibir en la Argentina, con regímenes propios de la primera de esas revoluciones y notables fobias a las antenas, al desarrollo productivo y al avance tecnológico. Pero para Estados Unidos es una cuestión crucial. En la carrera tecnológica, que no es una guerra pero puede serlo, China lleva la delantera. Biden no puede darse el lujo de dejar que el adversario oriental siga tomando ventaja. La crudeza de Trump en las relaciones con ese país dio algunos resultados positivos para el propio. Y en esa carrera, de la que son muchos los países participantes, se juega gran parte del poder mundial del futuro.
Pero, aunque no pueden ignorarla, las relaciones internacionales no se agotan en la competencia tecnológica.
Estados Unidos cuenta con un poderío militar superior a la suma del que ostentan sus eventuales adversarios. Su rol en la OTAN es esencial para garantizar la seguridad europea, y esto es así desde 1945. Trump detonó esos vínculos con una serie de decisiones mezquinas frente a las que Biden no podrá mostrarse indiferente. El mundo no da indicios de una conflagración masiva, pero China, Rusia y Turquía se han convertido en “estados revisionistas”, dispuestos a dejar de lado antiguos acuerdos y, de ese modo, hay señales de alarma en las fronteras de China e India, en Medio Oriente y en el Mediterráneo oriental.
El nuevo presidente de los Estados Unidos deberá decidir si, una vez más, hace pesar su liderazgo, o, si prefiere, como Franklin Roosevelt en la Segunda Guerra, intervenir recién cuando su país empieza a correr riesgos.
La Unión Europea liderada por Alemania y Francia espera protagonismo norteamericano, por afinidades históricas y por el enorme poder disuasivo de la superpotencia.
No solo la OTAN sufrió el impacto del repliegue fronteras adentro de Donald Trump. El magnate atacó y desestabilizó con reclamos insólitos (inusuales, al menos) a la Organización Mundial de la Salud, a la ONU, al G7, al G20, y al Acuerdo de París sobre Cambio Climático. Y, por cierto y muy grave, el que se había celebrado con Irán para el control de armas nucleares.
Con Trump el orden mundial liberal y democrático percibió que llegaba a su fin. Y ahora debe preguntarse si con Joe Biden cambiará ese destino.
La compulsión de George Bush y los neconservadores los llevó a asumir un discurso religioso y mesiánico en la invasión a Irak, pero el resultado fue que ese país quedó mucho peor, la democracia no avanzó en medio oriente y la primavera árabe terminó en un otoño fundamentalista (o más o menos).
El mundo que viene es muy complejo. Luego de estas elecciones, los dos partidos estadounidenses deben decidir sus roles frente al futuro inmediato. Porque ese futuro va a depender de las instituciones y no de los líderes. Joseph Biden cuenta a su favor con una vida dedicada a la política, con protagonismo desde la segunda línea. Su compañera de fórmula, Kamala Harris, por carisma, experiencia y edad, deberá asumir su rol sin temor a incursionar en la primera línea, como apoyo al presidente.
Hacia adentro, tendrán que superar la grieta porque (como lo sabemos y sufrimos los argentinos) las grietas solo benefician a las elites políticas y destruyen a las naciones. En el caso particular de EEUU, es evidente la necesidad de un cambio cultural hacia la convivencia en la pluralidad. Y hacia afuera, tendrán que afrontar una realidad mundial que ya les mandó un mensaje: el silencio de Jair Bolsonaro, pero también el de Andrés López Obrador, son una señal de los nuevos códigos políticos, que se multiplican en el zarismo el siglo XXI, de Vladimir Putin, en las ambigüedades de Boris Johnson, en la Hungría de Viktor Orban, en la Polonia de Andrzej Duda, en la Turquía de Recep Tayyip Erdogan, en los movimientos reaccionarios de derecha e izquierda de Italia, Alemania y Francia, y en muchos otros fenómenos de la historia de nuestros días que ponen a prueba el orden liberal internacional, liderado por EEUU, que organizó al mundo tras la derrota del nazismo.
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