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La frase “me preocupo por la vida de la gente y dejo en un segundo plano la economía”, pronunciada por el presidente pero esgrimida y actuada también por los que encabezan los gobiernos locales, es un arma de doble filo. David Beasley, director del Programa Mundial de Alimentos advirtió recientemente al Consejo de Seguridad de la ONU que el mundo está al borde de una pandemia alimentaria y que, si se restringen los fondos internacionales, “podrían morir 300.000 personas por día durante tres meses en el mundo”.
Beasley no se refería solo a la brutal caída del PBI mundial provocada por la pandemia COVID-19, sino también a la inestabilidad del sistema solidario internacional, amenazado por conflictos (algunos latentes) graves, en Medio Oriente (Libia, Turquía, Siria e Israel, entre otros). A pesar de que durante la campaña electoral de 2019 el actual gobierno levantaba las banderas del “hambre”, nadie imagina -todavía - una hambruna de esa magnitud en el país del trigo y la soja. Nadie hubiera imaginado a mediados de los ’90 el escenario de diciembre de 2001; ni en 2005, el cepo cambiario de 2011. Pero la tragedia de la desnutrición wichi no es la única en nuestro país.
La macroeconomía es una disciplina que no imagina: proyecta. El jefe de Gabinete, empeñado en terminar con “los odiadores”, dijo que el gobierno de Mauricio Macri fue un desastre y le exigió que se calle la boca.
La realidad es que los números no ayudan a dar seriedad a la respuesta de Santiago Cafiero. Cierto estilo hay que reservarlo para Polémica en el bar o Gran Hermano. O para los “sesudos” debates por twitter, Facebook u otras redes. Porque las estadísticas de la Argentina muestran muchos años de políticas erráticas que aniquilaron la solidez macroeconómica del país. Y los números de los siete meses de la presidencia de Alberto Fernández no solo son catastróficos, sino que anuncian una debacle sin precedentes. ¿Hambruna? El potencial agropecuario argentino, amenazado ahora por la estrategia absurda de destruir silobolsas, es la garantía más sólida para evitarla.
En el primer trimestre, antes de la cuarentena, y sin que se tomara una sola decisión política además de negociar con los acreedores externos, el PBI cayó 5,4% interanual con respecto a doce meses atrás y 4,8% contra el último trimestre del año pasado.
Ya en el tercer trimestre, no se conoce todavía ninguna decisión de fondo. Ni siquiera el acuerdo por la deuda. Entre tanto, hay una destrucción en cascada del empleo, de los ingresos de los sectores de menores recursos, se espera el cierre de unas 40 mil pymes y una escalada de la pobreza. Para este año, la previsión es una caída del 11% del PBI y un déficit fiscal cercano al 10%.
Déficit, deuda e inflación son las partes de una fórmula destructiva. La emisión monetaria ya superó el récord del 3.5%, la más alta en décadas. Con una fuerte caída de la actividad y el consumo, no se nota. Pero cuando se acelere la circulación, esto puede llegar a ser un caos.
Pero la caída no se limita a los siete meses de Fernández, ni a la suma de los mandatos de Fernández y Macri: la economía se estancó en 2011, con el cepo al dólar y el desborde del gasto público, y nunca levantó cabeza.
¿Se puede salir?
Hay que cambiar el chip del país. La pelea de los odiadores solo sirve para que lucren ellos.
En Salta, una provincia excesivamente dependiente de la asistencia exterior, entre barbijos y retenes sanitarios, hay que pensar en generar recursos propios. La gallina de los huevos de oro es una fábula de Esopo, que enseña a no ilusionarse con fantasías.
Nuestra provincia deberá poner el esfuerzo en reducir la carga tributaria todo lo que se pueda, al tiempo que se alienta al comercio, al campo y la minería, para ir generando una red de contención. No va a sobrar un peso en ninguna parte.
El país necesita un plan productivo, y Salta también. Y hay que hacerlo durante la pandemia. Porque si bien la actividad está paralizada, los legisladores y funcionarios cuentan con teleconferencias para seguir trabajando. También Salta debe cambiar el chip. Porque si el país está mal, el informe del Consejo Económico Social difundido hace una semana muestra un mapa socioeconómico comparativo del país en el que la provincia presenta los mayores indicadores de pobreza, empleo en negro, necesidades básicas insatisfechas y atraso educativo.
Salida siempre puede haber, pero a condición de que los ejecutivos actúen con realismo.
El ministro nacional de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas dio varias señales positivas, que lo alejan del fundamentalismo que exhibe la vicepresidenta y lo acercan al sentido común.
Según lo expresó hace unos días, las exportaciones son para su proyecto, que sin duda comparte con Alberto Fernández, “un elemento central para una macroeconomía estable que estimule el desarrollo productivo”. Como el ministro señala que ese es el único camino para garantizar el ingreso de dólares, cabe suponer que está pensando en los mercados que funcionan como tales, y no en creatividades como las que conocimos, cuando se soñaban negocios con Angola, Bielorrusia, Kazajistán y otros países de similar perfil.
“La Argentina tiene crisis de manera recurrente porque le empiezan a faltar dólares y la manera de conseguirlo no puede ser contraer deuda en el exterior de manera alegre y pasiva, como hizo el Gobierno anterior”, dijo. Eso, además, es imposible por ahora. “Ni comerse las reservas del Banco Central”, que es lo que sucedió entre 2011 y 2015, y nuevamente, a partir de diciembre pasado.
Pero Kulfas señala tres fortalezas: el sector hidrocarburos, la cadena agroindustrial -para exportar más alimentos elaborados- y el consumo postergado de la gente que cobró sus salarios y no los gastó.
Además, necesitará de un fuerte respaldo político. Con el oficialismo dividido, ese respaldo debe venir de la oposición. Porque los odiadores son pocos, están en los extremos y carecen de realismo. La salida, necesariamente, pasa por la ancha carretera del medio.