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La increíble ingenuidad

Lunes, 20 de julio de 2020 01:58
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La ingenuidad es una condición que puede llevarnos a creer cualquier absurdo o a descreer de lo evidente. Antonio Machado llama a esto último "la segunda inocencia".

Si bien la creencia "terraplanista" es demasiado ridícula, la fábula de que los astronautas Amstrong, Collins y Aldrin no habían llegado a la Luna y que todo era una impostura (un "fotoshop") de los Estados Unidos se expandió asombrosamente.

La credibilidad de la versión se debió a quienes la difundieron manejaron bien el anacronismo. La tecnología actual permite difundir falsos videos creíbles (o videos genuinos pero con hechos que ocurrieron en otros lugares de aquellos de los que se habla).

Esta es una época ingenua y ese el gran negocio de políticos, pseudohistoriadores, manosantas y mercachifles que saben capitalizar esas áreas vulnerables. Pero quienes escucharon semejante dislate podrían haber buscado en cualquier sitio serio la historia del proyecto Apolo, que entre 1961 y 1972 realizó seis alunizajes tripulados dentro de una veintena de lanzamientos.

Se trató de una empresa tecnológica descomunal, dentro de lo que fue una carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en la que esta última fue derrotada.

Para alimentar la certeza del disparate se sostenía que la bandera ondeaba, lo que no podía ocurrir por carencia de atmósfera en nuestro satélite. La realidad es que las banderas no ondeaban, sino que mantenían los pliegues. ¿Quién puede afirmar con certeza cómo se comportaría una bandera, cuya textura se desconoce, en un ámbito sin atmósfera ni gravedad terrestre?

Se señalaba que no se veían estrellas. ¿Cuántas fotos nocturnas registran las estrellas si en el primer plano hay una luminosidad dominante como la superficie lunar?

La realidad es que la tecnología de entonces no daba como para sostener una mentira y mantener al mundo pendiente de lo que ocurría en la luna durante tres días.

La fantasía negacionista rápidamente se fue diluyendo. Sin embargo, es un indicio de la credulidad de estos tiempos, dominados por un escepticismo que termina mostrándose tan seductor como engañoso.

Porque este tema, al fin y al cabo, es folclore. Cuando las potencias vean la posibilidad de retomar la carrera espacial lo harán, aunque se opongan millones de negacionistas en las redes.

Tampoco es peligroso que el público crea las teorías anticientíficas de los alienígenas ancestrales, que serían -dicen- los responsables de la construcción de las pirámides de Egipto, de todos los relatos bíblicos y de las culturas azteca o maya. Y de cualquier fenómeno inexplicable.

Esos teóricos nunca se toman el trabajo de explicar por qué esos mesiánicos viajeros benefactores del cosmos nunca volvieron. Claro, tampoco explican por qué no nos dieron una mano dejando la tecnología como para viajar en el tiempo, o a la velocidad de la luz, que es la única manera de tomar contacto con otros cuerpos celestes habitados.

Pero estos tiempos crédulos van de la mano de un cambio cultural: la certeza se ajusta más al deseo o a la ideología que los datos verificables.

La historia y la política son las primeras víctimas de esa predisposición a ajustarse a las ideas que suenan lindo, antes que a la verificación y la prueba. Así, e instala el ícono de un Che Guevara feminista o una Evita de izquierda, por ejemplo.

Más grave, la predisposición generalizada a descreer en la ciencia y en la tecnología. Y esto llega a conductas demenciales como las del movimiento antivacunas.

El susto que causó COVID-19, al menos, recuperó un poco el prestigio de la ciencia. Pero nada garantiza que el virus de la ingenua incredulidad vaya a extirparse rápido.

 

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