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29 de Junio,  Salta, Centro, Argentina
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Claves para entender el laberinto libanés

Miércoles, 19 de agosto de 2020 00:00
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"Si crees que has entendido el Líbano es que te lo he explicado mal", sostenía un veterano diplomático francés con una larga estadía en Beirut para graficar la "excepcionalidad libanesa".

Se trata de la condición que hace de esa nación milenaria, hoy en crisis, un fenómeno singular en la historia mundial, con un sistema político, basado en el "confesionalismo", instaurado en la Constitución de 1926, dictada bajo el mandato francés, que resulta cuestionado en las calles sin que nada ni nadie aparezcan como una alternativa viable a su inminente colapso.

La tragedia

Alrededor de las 6 PM, hora local, del martes una explosión en la zona portuaria de Beirut. Le siguió un incendio y una sucesión de estallidos que causaron una potente onda expansiva, que dejó un saldo de centenares de muertos, miles de heridos y 300.000 libaneses sin hogar.

Revelaciones posteriores constataron que la existencia de explosivos en un depósito portuario, cuyo estallido afectó gravemente a un tercio de la superficie de Beirut y destruyó por completo el puerto de la ciudad, era conocida desde hace seis años y era objeto de una investigación judicial y hasta de una advertencia a las autoridades sobre su peligrosidad.

Ese solo hecho refleja la profundidad de una crisis institucional que en octubre pasado impulsó una revuelta que provocó la caída del primer ministro Saad Hariri y la asunción del ahora renunciante, Hassan Diab, nominado con el mandato de formar un "gobierno de técnicos" para encarar reformas que nunca pasaron de los enunciados.

En los intrincados términos de la política libanesa, Hariri fue parte de una coalición gubernamental que contaba con el respaldo de Estados Unidos, Francia y especialmente Arabia Saudita, mientras que el ahora renunciante Diab tenía el apoyo del Movimiento Cristiano de Liberación (una fracción de la comunidad maronita) y de los chiitas expresados por el Partido Amal y Hezbollah, la organización más sólida subsistente en un estado en vías de desintegración.

Un universo religioso

El Líbano es el estado de mayor diversidad religiosa del mundo. Su población se divide en dos grandes comunidades, una cristiana y otra musulmana.

Como el último censo nacional es de 1932, no existen cifras precisas en materia de porcentajes. Pero la cuestión es más compleja. La Constitución de 1926, aprobada durante el mandato francés, legaliza la existencia de dieciocho comunidades religiosas: doce cristianas, cinco musulmanas y restante la comunidad judía.

Las doce confesiones cristianas son seis católicas (maronitas, griega, armenia, siriaca, caldea y latina), cinco ortodoxas (griega, siriaca, armenia, caldea y latina). Las cinco confesiones musulmanas son la sunita, chiita, ismaelita, drusa y alawita.

La Constitución de 1943, sancionada en coincidencia con la declaración de la independencia, institucionalizó esa estructura multiconfesional con un régimen político único en el mundo. Establece que la Presidencia de la República corresponde a la comunidad maronita, el primer ministro a la colectividad sunita y el titular de la Asamblea Nacional a la chiita.

La asamblea legislativa tiene 124 escaños, repartidos por igual entre cristianos y musulmanes. Los 64 escaños cristianos se distribuyen entre 34 maronitas, 14 greco-ortodoxos, 8 católicos, 6 armenios y 2 de otras minorías) y las 64 musulmanas están a cargo de 25 sunitas, 27 chiitas, 8 drusos y 2 alawitas.

Este peculiar sistema de gobierno excluye la posibilidad de cualquier hegemonía. Cada partido político cosecha electoralmente en el ámbito de su respectiva comunidad para después configurar las alianzas necesarias a nivel parlamentario a fin de forjar coaliciones de gobierno. Este enrevesado mecanismo generó a menudo la gestación de alianzas transitorias, cuyos protagonistas cambiaban rápidamente, con el consiguiente impacto contra la estabilidad de los gobiernos.

Tradición vs. innovación

La ruptura de la estabilidad del sistema confesional desencadenó la guerra civil que azotó al Líbano entre 1975 y 1990 y provocó primero la intervención de Siria y luego de Israel, que invadió el sur del país para preservar su seguridad fronteriza.

Esa prolongada contienda dio origen al término "libanización" como sinónimo de la fragmentación de un estado ya no en dos bandos, tal como en las guerras civiles tradicionales, sino en varios centros de poder territorial enfrentados entre sí.

El resultado de esa prolongada contienda fue un acuerdo de paz que en los hechos ratificó el statu quo anterior al conflicto, situación que se mantuvo sin mayores variantes durante los últimos treinta años.

Esa restauración del antiguo orden en 1990 no puede comprenderse fuera del marco de su arraigo en una cultura de raíces milenarias.

La comunidad cristiana remonta sus orígenes a la prédica de Jesús en Sidon y Tiro, dos ciudades creadas por la desaparecida civilización fenicia. A su vez, la presencia musulmana se remonta al siglo VIII, en la primera oleada de expansión del Islam.

Esto hace que esas comunidades religiosas tengan una larga tradición. Todas tienen una activa vida propia, son celosas de su autonomía y rechazan las interferencias externas en su desenvolvimiento.

Modificar ese orden exige un cambio cultural, cuyos tiempos no se miden en años sino en décadas.

Por ese motivo, las elites dirigentes continúan gobernando el país mediante transacciones políticas y económicas que implican un continuo intercambio de prebendas, ejecutado a costa del erario público. 

De allí la crisis que desembocó en el default de la deuda pública y colocó al Líbano ante la necesidad de recurrir al auxilio del Fondo Monetario Internacional, mientras las arcas estatales resultan impotentes para atender al colapso de un sistema de salud saturado por la expansión del COVID-19 y la destrucción del puerto de Beirut paraliza la importación de alimentos y otros productos de primera necesidad. 

Tormenta perfecta

La convergencia entre esa debacle económica, la situación sanitaria y la crisis política es la mejor representación de una “tormenta perfecta”.

La revuelta callejera, que asume la continuidad del llamado “movimiento anticonfesional” que en octubre de 2019 derribó al primer ministro Harari y acampa hoy en la Plaza de los Mártires, ubicada frente al palacio gubernamental, apunta por igual contra toda la “clase política”, a la que acusa de corrupción. 

La juventud de la clase media urbana, convocada desde las redes sociales, es la vanguardia de la protesta pero carece de una organización que le permita erigirse en alternativa de gobierno.

La complejidad de la situación se ve incrementada por el juego de intereses de los distintos países involucrados. Irán y Siria buscan preservar su control militar a través de Hezbollah. Arabia Saudita protege a sus correligionarios sunitas amenazados por los chiitas defendidos por Teherán. Israel y Estados Unidos apoyan al sector de la colectividad maronita que busca resguardarse de una embestida islámica. 

En el medio de esa puja, reaparece Francia, la vieja potencia colonial, que a través de su presidente Emmanuel Macron aspira a recuperar su rol en la región. La reciente visita a Beirut del mandatario galo fue acompañada por la difusión de un petitorio con más de 50.000 firmas que solicitaba la reedición del protectorado francés. 

En este clásico vacío generado entre “lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer”, la salida a la crisis será una resultante, seguramente provisoria, del choque de dos placas tectónicas, encarnadas por la vieja estructura confesional y la nueva clase media que lucha por la democratización de la sociedad.

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