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China se apresta a convertirse en la primera potencia económica y a liderar la globalización con la impronta de su cultura profunda y milenaria. Imperio del Centro, de Mao a Confucio Por Pascual Albanese Analista internacional Occidente se siente desilusionado y temeroso con la evolución de China. Cuando en 1979 Deng Xiaoping impulsó la apertura internacional del coloso asiático, la interpretación predominante en las capitales occidentales era que China iba a sumarse al pelotón de países emergentes que salía del atraso para integrarse al sistema de poder internacional encabezado por Estados Unidos. Pensaban que sus reformas económicas producirían con el tiempo una paulatina liberalización política, porque el surgimiento de una nueva clase media en las grandes ciudades, dotada de una elevada capacidad de consumo, aparejaría una creciente demanda de democratización. Cuarenta años después, el escenario desmiente ambas predicciones: lejos de aceptar el liderazgo estadounidense China apunta a transformarse en la primera potencia económica global y el régimen de Beijing profundiza su modelo político y descarta la alternativa de imitar a las democracias occidentales. Cultura y política Ese error generalizado de los analistas occidentales obedeció a una subestimación del rol de la cultura en los acontecimientos históricos, a la incomprensión del hecho de que China es más que una sociedad particular, un país entre otros, aunque superpoblado. Es una civilización distinta, con raíces milenarias, previas al nacimiento de Occidente. Resultaba como mínimo ingenuo suponer que terminaría adoptando como propias costumbres y pautas civilizatorias ajenas a su tradición. George Kennan, uno de los más lúcidos estrategas estadounidenses de la guerra fría, decía que “en Asia todo es distinto, también el comunismo”. Esa definición de Kennan es extensible también al capitalismo y a la democracia. Cuando el Partido Comunista Chino resolvió crear una entidad para promover la presencia cultural china en el escenario mundial fundó el Instituto Confucio. Esa decisión ratifica que el comunismo chino no es un trasplante oriental de las ideas de Marx sino una recreación basada en una tradición filosófica que se remonta a un pensador del siglo V a. C., históricamente contemporáneo de Platón y Aristóteles, cuyas enseñanzas todavía impregnan la idiosincracia de su pueblo. Los mandarines de Lenin Más que inspirado en la ideología marxista, el comunismo chino es precisamente una amalgama entre las enseñanzas de Confucio y las recetas organizativas de Lenin. Lucian W. Pye, uno de los estudiosos que analizó con mayor profundidad el fenómeno del “confucianismo- leninismo”, coincidió con Kennan al afirmar que “la versión del leninismo que triunfó en China, y también en Corea del Norte y Vietnam, lleva el sello de la gran civilización del este de Asia, la confuciana”. La concepción de Confucio sobre la sociedad es fuertemente jerárquica y centralizada. Postula la existencia de una meritocracia dirigente basada en la capacidad y funda la legitimidad del poder político en la responsabilidad y el extremo cuidado de los gobernantes hacia los gobernados. El rol supremo del Emperador y la clásica institución del mandarinato fueron los resortes principales de ese sistema milenario, que se mantuvo inalterado durante siglos hasta el derrocamiento de la monarquía por la insurrección republicana de 1911, que abrió un largo período de anarquía y guerras civiles que solo terminó con el triunfo de Mao Tse Tung en 1949. El talento de Mao consistió en fusionar esa tradición confuciana, hondamente arraigada en la sociedad, con la concepción leninista del “partido de vanguardia”, concebido como una férrea organización de revolucionarios profesionales capaz de guiar a los sectores populares y, como los mandarines en la era imperial, asumir la dirección del Estado. En su magistral ensayo “El Partido”, el periodista británico Richard McGregor describe con precisión el funcionamiento del Partido Comunista Chino, una fuerza de 80 millones de afiliados convertida en la maquinaria política más poderosa de la historia universal. Su Departamento Central de Organización, con oficinas diseminadas en todo el país, filtra las designaciones de los funcionarios públicos y los candidatos a los cargos electivos. Los autores de la “Cambridge History of China” explican que “situados en una larga trayectoria histórica, los comunistas chinos pueden ser vistos como otra “dinastía” unificadora, equipada con un presidente “imperial”, una burocracia y una ideología. Agregan que “si la unidad era el “legitimador de dinastías”, entonces el éxito del Partido Comunista Chino, al unificar China continental, confirió al partido el tradicional mandato del cielo”. Es probable que Xi Jinping concuerde con esa interpretación. Los comunistas de Adam Smith La imbricación entre lo político y lo económico hizo que esas particularidades culturales que distinguen el comunismo chino sellaran su giro capitalista. Carlos Marx descubrió que sus análisis sobre la evolución de los modos de producción en Europa no eran aplicables en Asia. Acuñó entonces la definición de “modo asiático de producción” para definir a un modelo singular, en el que una minoría dirigente que controla el poder político domina también el poder económico. Una variante modernizadora de ese peculiar modelo asiático, semejante a lo que en Occidente suele calificarse de “capitalismo de Estado”, posibilitó en la década del 60 el ascenso de los “pequeños tigres” (Singapur, Hong Kong, Taiwán y Corea del Sur), que fueron el primer pelotón de países que salieron del atraso para convertirse en economías altamente desarrolladas.
El propio Deng Xiaoping destacó la influencia que tuvo en su visión aperturista la experiencia de Singapur, una isla semidesierta habitada por una pujante comunidad empresaria de origen chino, que en apenas veinte años, bajo el férreo régimen autoritario de Lee Kuan Yew, se transformó en una potencia económica de primer nivel.
Aludir a Singapur le permitía a Deng no mencionar a Hong Kong (entonces colonia británica), o a Taiwán (“la provincia rebelde”), otros dos territorios con poblaciones de cultura confuciana que Beijing reclamaba como propios y habían prosperado rápidamente mientras la China de Mao era sacudida por el terremoto de la Revolución Cultural.
En todos estos casos, como antes había sucedido en Japón, ese “boom” fue coprotagonizado por el Estado y los conglomerados locales asociados al poder político.
China tomó ese ejemplo y su Partido Comunista se convirtió en el “socio oculto” de la burguesía emergente. En “El Partido”, Mc Gregor describe las modalidades de la presencia del aparato partidario en las grandes empresas. El conflicto desatado por la expansión de Huawei, una firma de alta tecnología acusada por Estados Unidos de estar controlada por el Ejército Rojo, es un ejemplo de ese fenómeno. En China, la “mano invisible” del mercado a la que aludía Adam Smith es guiada por la “largo mano” del Partido Comunista.
La preocupación occidental fue creciendo en la medida que las compañías chinas, cuyos verdaderos propietarios están a menudo vedados al conocimiento público, se convirtieron en los mayores inversionistas extranjeros en Europa, África y América Latina, en detrimento de Estados Unidos. La “Nueva Ruta de la Seda”, un ambicioso plan de desarrollo de infraestructura de comunicaciones a escala global, corrobora que el “Imperio del Centro”, la denominación de China hasta que fue rebautizada con este nombre por los británicos en el siglo XIX, pretende erigirse en la primera potencia económica mundial, como lo fue hasta hace dos siglos. Hace treinta años, cuando la caída de la Unión Soviética aceleraba la globalización económica, la interpretaciones dominantes equiparaban esa globalización con una “norteamericanización” del sistema de poder mundial. Como alternativa, Beijing busca ahora forjar una “globalización con características chinas”.
* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico