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En 1921, Luigi Pirandello estrenó "Seis personajes en busca de un autor". Revolucionó el teatro e inauguró un nuevo género; el "teatro del grotesco". En la obra, seis personajes irrumpen en el ensayo de otra obra: "La comedia por hacer", buscando un autor que escriba un guión que narre sus historias. Que les de vida.
Para Pirandello la vida es una obra dentro de otra. Un lugar donde nunca se sabe quién está actuando y quién no. Donde se puede hablar sobre la realidad, pero donde las palabras no alcanzan para develarla en su totalidad.
Estrenada después de la debacle moral que siguió a la Primera Guerra Mundial, la obra es parte de un movimiento artístico que busca desenmascarar una existencia esquiva, traicionera, demasiado cruda para ser retratada y mucho más compleja y caótica de lo que los ojos permiten ver. "La vida está llena de infinitos absurdos, que, descaradamente, ni siquiera tienen la necesidad de parecer verosímiles, porque son verdaderos".
Argentina es una obra de Pirandello: "una perfecta ilusión de realidad". Un país donde todos parecen esforzarse por crear "locuras verosímiles que parezcan verdaderas". "La insonorización total del desorden que nos toca vivir".
Llenos de infinitos absurdos
El escenario está vacío por completo. Aparecen actores personificando a unos trabajadores que son echados del lugar.
" - Yo también tengo derecho a disponer de un tiempo para trabajar
- Lo tendrás, pero no ahora
- ¿Y cuándo, entonces?
- Cuando no sea hora de ensayar".
Cualquier parecido con este lugar donde se impide trabajar para ensayar una comedia no es una coincidencia. Por el contrario, somos el paradigma de ese grotesco imaginado por Pirandello cien años atrás.
Sentados en las butacas, como siempre, los argentinos somos meros espectadores.
Mientras los actores tratan de ensayar "La comedia por hacer", irrumpen en la escena personajes variopintos clamando por un autor. Por alguien que les diga qué decir. Qué hacer. Cómo decirlo. Cómo hacerlo. Qué sentir. Cómo sentirlo. Al no estar guionados los personajes solo pueden hacer lo que sus profundas limitaciones les permiten.
El que se cree director deambula por la sala y, por momentos, uno lo podría confundir con un espectador más. Debería comportarse como un director o, al menos, debería simular que sabe cómo parecer un director. Pronto queda claro que no tiene ni la menor idea de cómo hacerlo.
Se acerca a una ventana y se queda enfrascado en una ensoñación. Se imagina ser un gran director mientras balbucea: "Si me pierdo, yo me encuentro / si me caigo, yo me levanto". La platea lo mira con fascinación. En el escenario los incendios arrecian. Es Río Negro, un lugar paradisíaco tomado por la locura y el sin sentido de la no razón.
Allí el movimiento liderado por el terrorista Jones Huala incendia clubes, casas, toma parques nacionales y propiedad privada y desafía a la Nación. El INAI - un organismo estatal - lo apoya. La perversión ideológica de algunos que defienden la toma de tierras por parte de falsos mapuches - usurpadores de una identidad genuina- que reclaman derechos inexistentes basados en la percepción de una tierra ancestral que no es tal.
La misma perversión ideológica de un gobierno que prefiere tener asesinos libres antes que ciudadanos vivos.
Otro personaje, sin guión ni cerebro alguno que le permita improvisar algo sensato alguna vez, se encuentra a cargo de la Cancillería. Se abstiene de votar contra la dictadura de Nicaragua y no duda en apoyar a Jones Huala quien, sobre el escenario sigue provocando incendios.
El que se cree director dicta una carta a su secretaria afirmando que "no le compete al gobierno brindar seguridad a la región" antes de seguir cantando: "Si me pierdo, yo me encuentro...".
En Formosa inmortalizan el momento con una estatua de pésimo gusto que es, además, un insulto a toda inteligencia.
Otro personaje, en un atril y frente a cámaras de televisión, vestido de Victoria Tolosa Paz, da cátedra sobre "estado presente", institucionalización e igualdad ante la ley. Sobre la necesidad de independencia de los poderes del estado. "No tolero la doble vara" afirma con énfasis y determinación. Ella se lo cree y sonríe para sí misma satisfecha con su interpretación. Parte de la platea aplaude embelesada.
Se escucha un helicóptero. Aterriza sin previo aviso y sin haber solicitado permiso alguno en un club infantil en un alarde de "patoterismo de Estado" sin igual. Baja apurada la senadora Agustina Propato, mujer de Sergio Berni, y un custodio que agrede y lastima a una maestra -otra Bartleby estoica y ejemplar- que sale al cruce en busca de una explicación.
Todo el apuro es para asistir a la botadura de una lancha patrullera todavía sin hélice, sin eje propulsor y sin timón. Mientras tanto, Berni se aleja del lugar en su helicóptero mostrando, una vez más, que el civismo, las leyes, el respeto por el otro y la ciudadanía son conceptos por completo ajenos a estos barrabravas del poder.
El hecho, como decía Pirandello, es solo la punta del iceberg; lo que queda visible. Lo otro, lo que queda fuera del alcance de nuestra visión también permanecerá fuera del alcance de nuestra percepción.
Me pregunto qué locura colectiva compartida lleva a estos personajes a actuar así y, a nosotros, a mirar desde la platea con tanta quietud, pasividad y hasta con cierta fascinación.
Que sea verdadero aquello que no lo es
El día que el gobierno renunció a tener un plan renunció al libreto. Al guión. Le dio la espalda al autor. Ahora sólo pueden recurrir a las sandeces, al cinismo; a la iniquidad. El teatro del grotesco es así. Resulta imposible saber si todo no es más que un sueño, una gran alucinación, una pesadilla o un delirio interminable producto de la fiebre o de alguna enfermedad. Y, como en todas esas situaciones, tampoco es posible saber cómo sigue ni cómo ni cuándo terminará.
Hay personajes que gritan “hay que volver a creer en el valor de la palabra”. Todos sabemos que están actuando. ¿Ellos no? ¿O carecen de la conciencia necesaria para saber que no son reales? ¿Cuánto valdrá la palabra de un personaje así?
Detrás del telón raído y gris, alguien hace discursos sobre la necesidad de acordar con el FMI mientras, al mismo tiempo, opera una máquina infernal. Parece la rotativa de un diario y, como de ella, por un extremo salen papelitos de colores. Parecen billetes. Otro los recoge y los tira a la platea remedando al Guasón.
Muy cerca de ellos, aparece un personaje disfrazado de economista. Dice llamarse Roberto Feletti y sostiene que congelando precios podrá contener la inflación. Me suena a un gesto tan imposible como detener un barco de porte con la mano, pero ¿quién soy yo para hacérselo notar? Son sólo personajes. No pueden saber que la inflación es fruto de la impresión sin límite de esos papelitos de colores que arrojan detrás de él.
Un personaje personificando a Gabriela Cerruti llama a un boicot a las “empresas poco solidarias”. Más empresas para engrosar la lista de las que ya huyeron del país.
Algunos se reúnen para controlar precios, algo que podría despertar violencia y más inseguridad jurídica y general. Menos trabajo también. Seguimos echando del escenario a aquellos que quieren, buscan y necesitan trabajar. Para ensayar.
Todos tiran monedas al aire escondiéndolas al caer queriendo mostrar errada a la ley de la gravedad.
Un personaje que parece Fernanda Vallejos le grita okupa, mequetrefe e inútil al director, el que la mira indiferente y le retruca: “no le compete al gobierno hacer nada” mientras canta, imperturbable, “si me caigo, yo me levanto”.
Atrás de ellos un grupo rodea un monumento. Cuando los iluminan vemos una imagen desoladoramente cruel. Unos energúmenos pisotean las Piedras del Dolor y despegan carteles conmemorativos. ¿Qué culpa tienen esos muertos de haber fallecido por la inoperancia, la torpeza, la falsedad ideológica y la corrupción?
Una turba los vitorea y los alienta. ¿No tuvieron ellos mismos sus muertos también? ¿O acaso hay muertos cuya memoria vale la pena cuidar y otros que no merecen ese respeto? Un personaje vestido de Hebe de Bonafini vocifera necedades. Alguna vez referente de los derechos humanos de todo el mundo, hoy ha quedado reducida a una figura sin ninguna estatura moral. Alguien que rezuma odio y decadencia. Una sombra de lo que fue.
Un personaje que hace de ex-presidente - otrora un adalid del institucionalismo - se niega a acudir a la justicia espejando las falacias del oficialismo y, cuando al fin lo hace, recibe la inesperada ayuda del director que se había olvidado de relevarlo del secreto de inteligencia. Se victimiza denunciando una persecución política y judicial y se convierte en lo mismo que alguna vez quiso hacernos creer que combatió. Un tal Manes asesta la puñalada inevitable; la vieja fábula de la rana y el escorpión. Los personajes opositores se abroquelan tras la supuesta víctima; al menos por ahora. Ya conocemos bastante de historia argentina como para saber que no se puede mantener gatos encerrados en una bolsa por mucho tiempo.
Desde la puerta del teatro aparece Agripina ataviada con mucho lujo. Se acerca al director y se aleja con él del escenario. Los personajes, al ver esto, comienzan a escabullirse por puertas que no alcanzamos a ver.
“Una perfecta ilusión de realidad”
No olvidemos que, después de toda obra de teatro, los personajes e incluso el director, suelen darse la mano, saludar al público, repetir las reverencias y luego, todos juntos, compartir una amena soirée. No lo vamos a ver, pero una vez idos, todos irán a encontrarse, escondidos, a celebrar la gran performance que ellos creen que acaban de representar.
Al terminar la obra no queda nada. El escenario quedó convertido en la villa miseria más grande del mundo. Se escucha la voz de Nerón, alejándose. Agripina lo reta intentando hacerlo callar de una vez.
Las luces se prenden. La platea no sabe si aplaudir, reír o llorar. Se levantan y abandonan la sala de a poco. Dos o tres actores comienzan a limpiar el escenario.
Son esos que creen que, ahora que ha terminado el ensayo pueden, por fin, volver a trabajar.