¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

Su sesión ha expirado

Iniciar sesión
29 de Junio,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Las pequeñas muertes cotidianas

Martes, 02 de noviembre de 2021 00:00
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

Nadie que ame y sobreviva a alguien necesita de una efemérides para recordarlo porque "sólo una cosa no hay: es el olvido". Así lo creía Borges y lo probaban "los miles de reflejos que tu rostro va dejando en los espejos y los que irá dejando todavía". El sobreviviente bendice la vivencia más que llorar la pérdida, el amado resucita día a día de mil maneras y su ausencia será presencia eterna en recuerdos, sensaciones, sentimientos, añoranzas y hasta errores porque el alma atesora una memoria cuyos "arduos corredores no tienen fin". Quizá por esta omnipresencia los mexicanos porfían en ese romance obstinado que tienen con la muerte. "El culto a la vida es también culto a la muerte; son inseparables". Lo decía con orgullo Octavio Paz, que entendía como nadie la experiencia del Día de Muertos que todo mexicano vive: sin tristezas ni lágrimas, arracimados en familia en los cementerios, lista la comida y bebida preferidas del difunto a quien reciben los mariachis con sus canciones favoritas para celebrar el día en que se reúne con sus vivos, que lo reciben con altares repletos de resplandecientes cempasúchiles (la humilde virreina amarilla) que iluminan el camino -de donde fuera que viniese- para que el alma peregrina no se extravíe. No imposición sino celebración, una verbena, una verdadera gala repleta de amor, ancestros y calaveras que exaltan el encadenamiento de la vida.

Fiesta bastante similar al Samhain irlandés al que el sincretismo superpuso el Halloween antes que el merchandising lo convirtiera en una orgía de ventas. Tanto el Día de Muertos como Samhain son no sólo precolombinos sino también precristianos: el primero busca el reencuentro de los espíritus con sus seres queridos y, en el segundo, los espíritus malignos buscan amedrentar a los vivos: de allí los disfraces aterrantes (o aberrantes) para espantarlos, los aullidos, el miedo, el terror de murciélagos y arañas acechantes, la gastronomía de color negro y la supremacía de la tenebrosidad al rumor de claridades.

En ambos casos, contra natura y por única vez, hay mundos opuestos que interactúan y por los que peregrinan los espíritus y los humanos en una suerte de eterno retorno asediado por visiones y enigmas y circunscripto por el amor al destino en el que no falta el humor: en México, esa peregrinación se regodea en su devoción por las "calaveritas literarias" (cuyo efecto se multiplica por la sensualidad del decir mexicano) y que no son otra cosa que sátiras brevísimas con las que zahieren a los políticos, en venganza tal vez por tanto ultraje y agravio que profieren por insensibilidad, rapacidad, ineptitud o estupidez.

Son estas deficiencias las que provocan pequeñas y lamentables muertes cotidianas que son obscenas, transversales, dan vergüenza ajena y abarcan la existencia misma: van desde las promesas electorales incumplidas a las aberraciones de la impunidad pasando por el desahucio de malversar la democracia en la abominable "tiranía de la mayoría" o la canallada cobarde- de no proteger al necesitado cuando la justicia y la razón lo asisten o aprovecharse del número o del cargo para patotear al humilde o a las minorías. No por un proyecto político o un derecho sino sólo por conveniencia mezquina y, casi siempre, espuria e ilegítima cuya ceguera sólo sabe mirarse el ombligo desde su propia mediocridad.

Y así la muerte es también traición, aniquilamiento, renuncia o ruina.

Arrinconados por el miedo, la abulia, la pandemia, sus indeseables consecuencias y la indignidad de tantos que no aplica al que solo lo doblega la necesidad, los ciudadanos argentinos siguen permitiendo que el presidente Fernández los rebaje una vez y otra a "muertos civiles", la peor aberración de la Grecia Clásica o la antigua Roma, condición que despojaba al ciudadano de sus derechos civiles y políticos, aunque les limosnearan el de persona para someterlos en el foro penal. O sea, otra velada y descarada humillación.

Sin detallar las libertades conculcadas, los derechos pisoteados, el incumplimiento de los funcionarios y su silencio o complicidad ante situaciones claramente anticonstitucionales -la liberación de presos o la no presencialidad en las universidades por ejemplo- el Presidente avanza hacia el suicidio político despojando a los ciudadanos de sus derechos civiles y políticos una vez más: en su columna "Otro síntoma de desgobierno" de este medio, el periodista Sotelo describe sucesos en el Sur (y también en el Norte) de "usurpaciones, ataques a personas, incendios intencionales realizados por gavillas de encapuchados que cuentan con la evidente complacencia del gobierno nacional" complacencia que ratifica el propio Fernández cuando niega ayuda federal a la gobernadora Arabela Cerreras de Río Negro mintiendo que "no es función del gobierno nacional reforzar el control en las rutas nacionales o brindar mayor seguridad a la región".

 Lo dice el mismo presidente que amenazó con enviar fuerzas federales para impedir la apertura de escuelas, el mismo gobierno que desplegó helicópteros y naves para detener al atleta que entrenaba solitario en el Delta, el mismo presidente que en plena pandemia convocó al velorio masivo de Maradona, el mismo gobierno que ideologizó las vacunas y vacunó primero a sus secuaces, el mismo presidente que festejó un cumpleaños en la quinta presidencial en plena pandemia que a la fecha suma más de 115.000 muertos.
Así las cosas, serán pocos los que a su muerte puedan aspirar al epitafio de Borges en el Cementerio de los Reyes, donde una piedra blanca reproduce la muerte de un grupo de guerreros nortúmbrios que han arrojado sus escudos y con la espada rota avanzan para hacerse matar: su señor ha muerto y el honor los empuja a acompañarlo. Y el epitafio parece reunir a esos guerreros con cualquiera que entienda que está a punto de morir: “Y que no temieran” como infundiendo coraje a la última actuación de una puesta en escena que se termina.

Y sin importar si volverá con mariachis y la sonrisa del nieto como faro o sobrevolará sin escoba atemorizando a quien seguramente lo tenga merecido, ante lo inevitable habrá una o dos preguntas que acecharán a cualquiera como acecharon a Borges: ¿qué habría de temer quien ha vivido y muerto con honor? Y la otra gran angustia, “¿será una muerte digna”.

Responde Santiago Kovadloff: “Morir bien es morir a tiempo. No hay peor infierno que el de asistir a las exequias del propio deseo. Al funeral de nuestras pasiones. No hay castigo mayor que el de verse integrando su cortejo fúnebre. Por eso y para mí, la muerte no es lo que le sigue a la vida. Sino lo que a diario nos acecha. Lo que nos esteriliza. Lo que encallece la piel. La ausencia de propósito, la apatía, el desapego a los seres cuyo trato nos constituye en personas. La muerte es vida seca, marchita. Esa es la muerte que mata y no la que viene después. Por eso, imploremos que la muerte nos sorprenda sedientos todavía, ejerciendo la alegría de crear. Que nos apague cuando aún estemos encendidos”.

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD