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"Yo no estoy completo de la mente". Así comienza el libro "Insensatez", de Horacio Castellanos Moya. "Yo no estoy completo de la mente", testimonia un indígena cachiquel luego de haber presenciado, herido e impotente, cómo los soldados del ejército de su país despedazaban a machetazos a sus cuatro hijos pequeños y a su mujer. Dado por muerto, fue abandonado entre los restos de la carnicería. "Yo no estoy completo de la mente" habría dicho una y otra vez, una vez vuelto a una vida brumosa y sin sentido en la cual él hubiera preferido olvidar antes que verse obligado a recordar, noche tras noche, día tras día, semejante insensatez.
Confieso que me cuesta usar la frase para hacer un paralelo con nuestra realidad. No es lo mismo estar incompleto de la mente por haber sufrido el descuartizamiento de la propia familia o el estar incompleto de la cabeza por ser capaz de ejecutar esa barbarie.
Sin embargo, aunque consciente de esta nada sutil diferencia, la frase me martilló la cabeza por semanas después de haber terminado de leer la novela. Porque, aunque duela reconocerlo, nosotros también estamos incompletos de la cabeza.
Tenemos que asumirlo, decirlo en voz alta y quizás, como en un programa de doce pasos, quizás solo así podamos comenzar a hacer las enmiendas que necesitamos hacer. "- Buen día! / - Soy la sociedad argentina. No estoy completa de la mente / - Buen día sociedad argentina!".
Masacres antiguas
Nosotros también vivimos nuestras propias barbaries. Cuando, por ejemplo, el peronismo de izquierda se enfrentó al peronismo de derecha dejando a la sociedad de rehén. O cuando atravesamos luego una dictadura atroz; el "Proceso de Reorganización Nacional". Otra de las tantas promesas de "reorganización argentina"; "refundación de país"; "Reconstrucción Argentina" y otras tantas palabras rimbombantes de cada reconstructor de turno; procesos tras los cuales solo hemos quedado más desorganizados, más hundidos y más deconstruídos. Con más odios, recelos, divisiones, grietas y aprehensiones individuales y colectivas. La fragmentación jamás lleva a la construcción.
Tuvimos desaparecidos, tortura, represión, asesinatos; expropiaciones y robos de bebés. Un Videla cínico y asesino diría, en una total exhibición de su personalidad más psicopática: "Frente al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está.... ni muerto ni vivo, está desaparecido".
Una aberración moral. Una de muchas, hoy, incontables. Muchas de ellas en verdad incalificables. Me pregunto si habremos sanado.
Pasamos por el juicio quizás más ejemplar de la historia mundial: el Juicio a las Juntas. Un gobierno democrático juzgando por casos de lesa humanidad a esos dictadores asesinos. Lástima que existiera el yerro de la obediencia debida.
¿Acaso hay un límite entre dar la orden y ejecutarla? ¿El que mata siguiendo una orden inmoral no es tan asesino como el que la imparte? ¿El que mata escudándose tras la orden impartida no es tan amoral como el que la concibe?
Nunca existió un acto de reparación genuino que juzgara, condenara y mantuviera la sanción a ambos lados por igual. Victimarios convertidos en víctimas y víctimas en victimarios. Actos, palabras, proclamas, monumentos. Hemos tenido de todo menos justicia pareja, absoluta e imparcial para todos; de cualquier bando. La revancha no sigue nunca el camino de la justicia. Los pactos inmorales tampoco.
¿Habrá sido ahí cuando nuestra sociedad comenzó a resbalar hacia esta anomia sorda? ¿Hacia esta distorsión permanente de los valores y en un relativismo moral persistente e irremediable?
Hoy se reivindica la lucha de los "jóvenes idealistas"; esos mismos que empuñaron armas para imponer su verdad. La que no se imponía por la fuerza de sus argumentos, sino que buscó hacerlo por la fuerza de las balas. Hoy se dice que "salió mal, pero el camino era el correcto" y que "hay que insistir".
¿De veras?, me pregunto, ¿vale la pena volver a recorrer un camino ya recorrido y que nos dejó, como todo resultado, dolor, muerte, tragedia y aberración? ¿De veras? ¿Era el camino correcto? ¿Eran las ideas correctas?
Mario Firmenich defiende desde España la tiranía nicaragüense de Daniel Ortega, en consonancia con el solidario apoyo que los Montoneros brindaron décadas atrás a la revolución sandinista. Hoy, de la mano de nuevos proto-montoneros y remedando la historia, no somos capaces de juzgar de forma adecuada a estas dictaduras tan siniestras como la que supimos tener. Hemos perdido el compás moral.
Y ahí es cuando me vuelvo a preguntar si habremos sanado.
Si no estamos, nosotros también, "incompletos de la cabeza".
No somos conscientes, pero naturalizamos todo. Hasta lo que no deberíamos naturalizar jamás. Naturalizamos la corrupción; la desidia; la pobreza económica, social e intelectual y esta anomia sorda en la que hemos caído que lo acepta todo con total naturalidad.
Y es tanta la parálisis y la indolencia que hasta parece natural esta naturalización. Una anestesia completa y total ante las cosas que suceden a diario.
Nada nos sorprende. Aturdidos, poco nos moviliza.
Masacres actuales
Al menos cuarenta personas en dos filas perfectamente ordenadas; una para comprar coca, la otra marihuana. Tan normal. Tan organizado. En una muestra de civismo ejemplar, en una de las colas se le da paso a una persona en muletas.
Todo a plena luz del día. Una fila de cuarenta personas haciendo una civilizada y respetuosa cola para obtener su soma. La acción policial, obligada a actuar ante tanta alevosía y el descaro de hacerlo a plena luz del día, termina con siete personas detenidas; entre ellos un menor de edad de 13 años. Ese chico no estaba en la escuela. Tampoco estaba haciendo la tarea en su casa. Estaba trabajando para una banda narco. A los trece años. Las armas caseras secuestradas hablan de un nivel de primitivismo sin igual.
El mismo día vemos otro video estremecedor. Un grupo de al menos ocho tiradores dispara al aire para despedir a Ezequiel Miranda, Cocote, de 22 años. Se puede escuchar, claramente, una brutal ráfaga de ametralladora frente al lugar donde se velaban los restos del joven. La balacera parece interminable. Todas esas balas irán a caer, inexorablemente. ¿Dónde? ¿Sobre qué o sobre quién? Pueden matar a más chicos, más padres, más madres, más hermanos o más abuelos. ¿Quién sabe? ¿Cuántos más muertos habrá de dejar este funeral que no iremos a conocer? ¿Acaso a alguien le importa?
En Ramos Mejía, un hombre de 29 años y su novia embarazada de 15 años matan a Roberto Sabo, un quiosquero del lugar. Los que viven de matar matan a los que trabajan para vivir. El hombre tenía antecedentes criminales pero estaba libre. La menor está embarazada. Otra chica que no estaba en el colegio.
El mismo día, cerca de allí, un hombre de nacionalidad boliviana que realizaba tareas sociales en el barrio Fátima, de González Catán, fue acribillado por dos personas que llamaron a su puerta y le dispararon 14 tiros. Menos de 72 horas más tarde matarían de cuatro puñaladas a Joel Sánchez, un chico que estaba en quinto año del colegio secundario y que soñaba con ser gendarme. Estudiaba por la mañana y trabajaba por la tarde para ayudar económicamente en su casa. Lo mataron como a un perro.
En otro video absurdo se muestra cómo una “banda piraña” roba una camioneta en una estación de servicio. Son no menos de ocho personas, varios menores de edad y, de nuevo, entre ellos, un chico que no puede tener más de doce o trece años. Otro chico que no está en la escuela y para quien, es natural, salir a robar.
Diez días antes, se conoció la muerte de Joaquín Pérez, en Rosario. Un arquitecto de 34 años que fue asesinado por dos delincuentes que le robaron su Renault Clio. O el asesinato de Lucas Cancino, un chico de diecisiete años al cual mataron mientras iba al colegio para robarle la bicicleta y el celular.
¿Nos damos cuenta de que nos estamos matando unos a otros por una bicicleta; por un celular; por una billetera casi siempre vacía? ¿Por un bolso con ropa, por unas zapatillas o, simplemente, porque sí? ¿Hasta cuándo?
Por cualquier cosa que se pueda cambiar por dinero para ir a hacer la cola y adquirir el soma necesario para poder sobrellevar una realidad vaciada de contenido y carente de todo futuro y proyección de bienestar. De toda significación.
Y, una y otra vez, la perversión ideológica de quienes prefieren cuidar a narcos y a asesinos antes que priorizar a sus ciudadanos y mantenernos vivos. Que privilegia al criminal que mata por sobre el ciudadano que trabaja; el que paga impuestos para ser cuidado.
Somos nuestro temor
Son personas como nosotros de las que debemos cuidarnos.
Y a las que debemos temer.
Ya lo dijo Ismene, en “Antígona”, la clásica tragedia de Sófocles: “Nunca, señor, perdura la sensatez en los que son desgraciados ni siquiera la que nace con ellos, que se retira”.
Preparémonos porque -lamentablemente- somos una sociedad desgraciada a la cual le esperan, todavía, mayores infortunios, más desgracias y mucha más insensatez.
No hace falta ser un aborigen cachiquel para quedar incompleto de la mente.
Cerrando escuelas se deja incompleta la mente y se cercena el provenir de todas las generaciones futuras. Ahuyentando la inversión y las fuentes de trabajo; robando la plata que debe construir futuro y proveer seguridad también se puede llevar adelante una masacre perversa y criminal.
“Yo estoy incompleto de la mente”, testimonia el indígena cachiquel.
“Yo también”, deberíamos decir todos nosotros a coro y a viva voz.
¿Cómo podremos sanar si no comenzamos a reconocerlo?
¿Podremos alguna vez sanar?