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Crónica de un no-país

Domingo, 14 de marzo de 2021 00:00
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La historia de Argentina es una historia de desavenencias, de luchas internas -algunas de ellas muy cruentas y violentas- y de una fragmentación y una polarización permanentes. También es la historia de la resolución de todas nuestras disputas siempre a través del uso de la fuerza. No por la fuerza de la razón -o los acuerdos necesarios- sino por la imposición que se obtiene del uso de la fuerza.

En la época colonial y antes siquiera de comenzar a concebir la idea de formar un país, ya asolaba a estas tierras una guerra civil entre quienes buscaban obedecer a la corona española y los que querían subordinarse a otras coronas. Apenas establecido un gobierno patrio, en julio de 1812, ocurrió el primer intento de golpe de Estado de nuestra historia como país independiente. Liderado por Martín de Álzaga fue reprimido con violencia. Ese mismo año, en octubre, estalló un segundo golpe que, esta vez, logró destituir al Primer Triunvirato reemplazándolo por el Segundo Triunvirato. Comenzaría entonces un largo período de anomia y, finalmente, de guerra civil -entre unitarios y federales- que batallarían por decidir quién habría de imponer el modelo de organización nacional. La guerra civil llegaría a su fin tras la batalla de Pavón. La resolución del conflicto, no.

Terminada esta guerra civil entraría en vigor la ley fundamental de la Nación, la Constitución Argentina, casi medio siglo después de la declaración formal de la independencia del país. Aún así, Argentina probaría, una y otra vez, que la existencia de leyes escritas -a veces, incluso en demasía- no significaría nunca su observancia. Por el contrario, de allí en más, y aún durante períodos de relativa estabilidad y crecimiento, los pliegues y quiebres institucionales, la desorganización estructural, el no-respeto a la ley en su espíritu fundante sino su acatamiento de manera parcial y a través de sus intersticios, se constituyen en el criterio y la forma "normal" de actuar de la sociedad.

Fragmentación sobre fragmentación

El conflicto entre unitarios y federales nunca fue resuelto. El síntoma que aún persiste es la Ley de Coparticipación, arma infalible del Gobierno nacional para la sumisión provincial. Este sometimiento económico, ¿es una mejora por sobre las sucesivas intervenciones provinciales por parte de casi todos los representantes del Gobierno nacional a lo largo de la historia? No lo parece. Ambos mecanismos forjaron a fuego lento este nuevo medioevo feudal que todas las provincias argentinas sufren hoy.

Y, por sobre las diferencias originales, nuevas y diversas fragmentaciones fueron floreciendo. Primero, la división entre conservadores y liberales y después, el enfrentamiento civil armado entre militantes de la Unión Cívica Radical contra ambos partidos. Tampoco se puede dejar de lado que, hacia 1910, en Argentina fermentaba uno de los movimientos anarquistas más fuertes del mundo. La corporativización de la economía lograría desarticular esa anarquía explosiva y desencauzada pero con un precio a pagar en las décadas futuras: la pérdida de poder de decisión y de margen de maniobra por parte del Estado por haberlo cedido a estos grupos siempre dispuestos a buscar recibir su porción primero, aún a costa de un perjuicio para el resto de las partes.

Cuando asume Yrigoyen su primera presidencia -el primer movimiento político de masas argentino-, comienza una nueva antinomia: personalistas versus antipersonalistas. Se sigue arraigando esta concepción de la política como algo que ocurre entre enemigos, no entre adversarios. Ricardo Balbín lo explicitaría en el funeral de Juan Domingo Perón al decir: "Este viejo adversario despide a un amigo". Discurso histórico sólo por haber puesto las palabras "adversario" y "amigo" en una misma oración para referirse a su "enemigo". Nunca hay que subestimar el poder de la palabra. Tampoco caer ante su encanto.

Es poco frecuente en la historia del mundo, pero hemos asistido a golpes de Estado con demasiada frecuencia, a estados de sitio prolongados con su consecuente suspensión de los derechos constitucionales, al incendio de iglesias, al bombardeo por parte de la Marina de Guerra a civiles en la Plaza de Mayo. Al enfrentamiento con tanques de guerra en la propia ciudad de Buenos Aires entre "colorados" y "azules", no ya el clásico enfrentamiento entre unitarios y federales sino, al enfrentamiento ahora entre militares peleando por decidir qué posición tomar respecto a la proscripción de Perón y al lugar que el peronismo debía ocupar -o no- en la política en general. Nace ahí otra gran antinomia: peronismo y antiperonismo. Asistimos a la proscripción de un partido político entero y a un presidente títere que burló esa proscripción. Tuvimos dictaduras feroces y un terrorismo civil de izquierda y de derecha. Más espantoso todavía, sufrimos el terrorismo de Estado, el más cruel de los estados posibles de la indefensión ciudadana.

Pasamos por una de las guerras más crueles del siglo XIX, la Guerra del Paraguay, y por una guerra por completo absurda, condenada al fracaso desde el mismo momento en el que un dictador militar -ebrio de descalabro económico y social- la desencadenó.

En casi toda nuestra historia cada vez que un gobierno cayó en la debilidad lo hemos corrido de lugar, sea por medio de la presión o la acción militar directa o por medio de la presión económica o social. Debemos acordar, como mínimo, que nuestra forma de resolver los conflictos políticos, sociales e institucionales no es normal. Y que en todo este tiempo hemos ido vaciando de poder y de legitimización a todas las instituciones. No se ha salvado de esto ni siquiera la hipertrofiada institución presidencial.

Carlos Nino habla de una “dinámica de interacción autodestructiva” e “irracional”. De una “anomia boba” que privilegia intereses individuales por sobre intereses colectivos y de un “escepticismo absoluto hacia el ‘poder estructurador’ de las normas”. A una permanente “ajuricidad”. Habla de un país que vive al margen de la ley: “que desobedece la ley simulando su acatamiento”. La parodia como forma de vida de toda una sociedad. El parecer por sobre el ser. Hemos resuelto el dilema de César de la peor manera posible: sólo importa parecer. No hay que obedecer la ley. Solo parecer que la obedecemos.

Fracturas sobre fracturas 

Somos un país fraguado sobre la geografía por las armas, no sobre un concepto identitario. De hecho, carecemos de una identidad tanto como es imposible definir al “ser argentino”. Sospecho que no es casual. Somos una sociedad que fuimos vaciando de contenidos ideológicos a los partidos políticos, desvirtuándolos y devaluándolos. Somos una sociedad que ya no cree en la democracia ni en la superación social colectiva como el único mecanismo de la consolidación de esta. Nos hemos convertido en una sociedad pobre que sólo produce pobreza. Una sociedad rota que no suscribe a ningún esquema de valores sociales colectivos. No conocemos nuestro propósito si es que acaso tenemos uno. Somos una sociedad tan fracturada que cuesta ver un país entero, tanto como cuesta vernos representados en una conciencia nacional.

Sufrimos de fracturas múltiples en todos los planos imaginables. Fracturas étnicas, regionales, políticas, sociales, conceptuales, ideológicas, filosóficas, económicas y culturales. Grietas nunca resueltas. ¿Cuánta deconstrucción podemos resistir? ¿Cómo se construye una sociedad desde esta permanente deconstrucción? ¿Cómo se construye una sociedad -tarea pendiente desde mucho antes de 1810- cuando la reivindicación del individuo y el valor de lo individual o de algunos grupos de poder supera a cualquier construcción colectiva? ¿Cómo se construye un país cuando la sociedad sólo persigue una manifiesta e irracional deconstrucción, como si ese fuera su único fin? 

Pensado así, ¿por qué podría sorprendernos que provincias como Córdoba o Mendoza sueñen con una imaginaria independencia? Quizás hasta tengan razón y ese sea el camino que debamos seguir. La disolución. O el armado de seis países y, tal vez, con algo de suerte, una nueva Confederación. 

La construcción de un no-país 

El Estado falló -a lo largo del tiempo- en su tarea primordial: la configuración de una Nación. La falta de instituciones robustas y de un aparato administrativo capaz de ejercer los controles que son requeridos y necesarios es funcional a grupos de poder que aprovechan los vacíos legales y los intersticios para hacerse de potestades y prebendas para depredar el patrimonio nacional. En el mundo empresario existe el concepto del vaciamiento de empresas. Debería existir el mismo concepto aplicado a un país. A la explicación secular y sistemática de un país. 

La única constante a lo largo de toda nuestra historia ha sido - y es - la sucesión interminable de luchas por intereses mezquinos y antagónicos que nunca velaron por el interés ni por la construcción de un bien común. Por el contrario, sólo pugnaron por satisfacer al máximo y por la fuerza -o por el fraude si fuera necesario- sus propios intereses e ideologías. Nada ha cambiado desde 1810 hasta hoy. Todo sigue repitiéndose. La Argentina circular en la que hoy sucede lo mismo que ya sucedió en algún otro ayer. La Argentina Sísifa. Los mismos grupos sociales, políticos y económicos de antes son los de hoy. Carecen de ideologías, de proyectos, de esperanzas y de una imaginación colectiva de futuro. Pero desbordan de ambición por el dinero y el poder. Es muy triste tener que pensarlo, pero el enorme vacío de poder que se vislumbra, ¿cómo lo iremos a resolver esta vez?

No nos damos cuenta todavía, pero habitamos un país que nunca existió. Un país que nunca fue y sobre el cual seguimos jugando a “parecer” que somos una Nación. 

Pareciera que, con método y con crueldad, a lo largo de toda nuestra historia sólo fuimos perseverando en la sólida construcción de un no-país. 

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