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La autocracia, una nueva clase social

Domingo, 18 de julio de 2021 02:33
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La historiadora Anne Marie Thiesse -una pensadora de los mecanismos detrás de la creación de una identidad nacional- señala que, si bien una nación es un postulado y una invención, ella solo se enraíza y florece por la participación y la adhesión de sus miembros a esa construcción; por el apego de todos a un repertorio común.

Repertorio que puede ser variado para una misma nación y, además, algo que cambia con el tiempo. Por ejemplo, para los países europeos luego de las guerras mundiales, la idea convocante fue la reconstrucción de sus estados y el evitar nuevas conflagraciones. Hoy, es lograr imponerse por sobre la pandemia con el menor daño sanitario, social y económico posible y arribar, por fin, a alguna forma de posnormalidad.

La idea aglutinante es la creación colectiva de esta noción; de esta nueva invención. La reinvención de la normalidad.

Y si bien importan tanto el resultado como el proceso lo fundacional es tener un proyecto organizador, una idea común superadora; algo que alinee conductas y modere actitudes. La construcción de un bien común que jerarquice y priorice recursos y pareceres detrás de ese ideal.

Un principio ordenador.

Sin esta visión común, sin este propósito organizador y sin esta idea comunitaria superadora la sociedad se deconstruye. Comienzan a imperar los derechos individuales por sobre los derechos colectivos. El bien individual por sobre el bien común. Sin una visión común la sociedad se aliena, se anarquiza y se destruye.

Sin una idea de futuro no hay sociedad que pueda sobrevivir. Y una sociedad anarquizada es proclive al suicidio colectivo.

Por desgracia nosotros somos una sociedad rota y enferma a la que todavía le esperan más roturas y enfermedades.

Estado de excepción permanente.

Para los argentinos de 1816 el proyecto rector era lograr nuestra independencia y nuestra soberanía.

No lo conseguimos.

Si bien logramos no quedar subordinados a los "malvados designios de los imperios colonialistas" de ese momento, más tarde, en el camino, nos empantanamos en un drama peor: el apego a ideologías abandonadas hasta por sus propios creadores ante el fracaso estrepitoso que produjeron en sus propias sociedades.

Ideas que nos han condenado al atraso y a una pauperización económica y cultural por los últimos sesenta años, cuanto mínimo. Sin educación y sin desarrollo no se puede aspirar a una supuesta independencia. Mucho menos a formas serias de soberanía.

El proyecto de 1853 fue el de construir una nueva organización nacional. También fallamos allí. Hoy tenemos un país centralizado por completo pero que se declama federal mientras los gobernadores -obedientes, sumisos y venales- delegan mansamente sus atribuciones al poder central.

¿Soberanía? ¿Federalismo? ¿O el más profundo cinismo de toda nuestra élite gobernante y la traición sistemática a toda vocación y tradición democrática y republicana?

Hoy, en pleno siglo XXI, el proyecto es otro. Y no incluye la idea de salir de este pantano ponzoñoso en el que nos hemos metido sino, por el contrario, pareciera que la intención es hundirnos más en él. Pero, por supuesto, esto no se hace explícito jamás. Al contrario, se lo mantiene en secreto mientras se declama a viva voz una cosa que puede sonar en principio altruista pero que se materializa en lo opuesto, en silencio y por detrás. En las sombras. Aún así, es posible vislumbrar algo. Vago, brumoso, confuso. Siempre contradictorio.

Algunos intuyen que "el proyecto" es convertirnos en una dictocracia: un remedo de democracia vestida con instituciones vacías.

Giorgio Agamben alertó sobre este peligro al apuntar que "en Alemania en 1933, cuando el neocanciller Adolf Hitler, sin abolir de modo formal la Constitución de Weimar, declaró un estado de excepción que se prolongó durante doce años y que, de hecho, anuló las normas constitucionales que en apariencia seguían vigentes".

Algunos conocemos el final de esa historia. Otros la niegan. Otros no la conocen en absoluto.

Vivimos en un estado de excepción permanente. Al estado de excepción que ya existía por la situación económica se le agrega un nuevo estado de excepción derivado de un manejo de la pandemia rayano en lo criminal y que deviene en una crisis sanitaria generalizada. Cual castillo de naipes se construye un nuevo estado de excepción por sobre el anterior; el que ya se había naturalizado por completo. Un estado de excepción permanente que necesita de la anormalidad para sobrevivir e imponerse.

El gobierno que reclama la necesidad de la suma del poder público y busca confundirse con el Estado.

El estado soy yo se dice a sí mismo y lo repite en voz alta, buscando la reedición de una neomonarquía disfrazada de democracia en un páramo periférico e intrascendente en el rincón del concierto mundial de naciones. Un país marginal al borde de la ley que llora por una deuda que no quiere pagar y que mendiga por vacunas que no quiso procurar mientras se alía con personajes y regímenes oscuros con los que nadie se quiere asociar.

El monopolio de la mentira

José Ortega y Gasset observó que la perspectiva es uno de los componentes de la realidad.

Un elemento que no la deforma ni la cambia, sólo la organiza. La perspectiva no es la realidad. "No hay hechos, sólo interpretaciones" escribió Nietzsche.

La afirmación, descontextualizada y convertida en un lugar común para justificar un subjetivismo a ultranza sirve de maravillas a aquellos que quieren crear una posverdad por momentos paradójica y surrealista donde la perspectiva, la interpretación y el relato sean la única verdad. La única forma de ver la realidad. La realidad de unos pocos que debe ser convertida en la realidad de todos.
Unos pocos que ejercen el monopolio implacable de la mentira disfrazados de generales de la “batalla cultural”. Imponen sus mentiras a los gritos y fuerte. 
La rectificación, a destiempo, técnica y casi siempre aburrida, carece de prensa. Nos quieren hacer ver cosas que no existen mientras nos distraen con temas intrascendentes buscando que dejemos de mirar justamente aquellas cosas que no se pueden dejar de ver. 
Ya lo dijo George Orwell: “ver lo que está delante de nuestros ojos requiere de un esfuerzo constante”. Yo agregaría “y monumental”.
La historia nos enseña que el uso de estas tácticas siempre ha llevado a la humanidad a sus peores abismos.

El horror de la diáspora. 

Se equivocan mucho aquellos que piensan que una dictadura es sólo aquella que se impone con las armas, con el ejército y con tanques en las calles.
 A la democracia también se la destruye desde adentro; aún dejándole la legitimidad electoral. Pero, sin debate no hay democracia. Sin Congreso no hay democracia. Sin justicia no hay democracia. Sin gobernadores no hay federalismo. Sin federalismo no hay República. 
Una democracia vacía de valores e instituciones, vacía de justicia, vacía de educación, con miseria económica y con pobreza intelectual, con subsidios en lugar de trabajo y con votos a cambio de sumisión es funcional a la vocación de los autócratas. Lobos disfrazados de corderos. Lobos al fin.
Los que intuyen esto -y pueden- se van. Buscan otros horizontes y otros países. Otras ideas aglutinantes. Otra construcción social que les sea más afín. Un futuro de veras mejor. 
La diáspora argentina que reversa el milagro de 1914 donde Argentina recibía a todo inmigrante que quisiera venir a trabajar y a progresar.
Otros viven el día a día porque eso es lo que la supervivencia impone. No puede pensar en mañana quien no puede vivir hoy. 
No puede pensar en educar a sus hijos quien no puede proveerles de comida hoy. La lógica de la supervivencia se convierte en pulsión primordial. El futuro puede esperar a mañana. El hoy no.
Otros nos revelamos. Pero el grito no alcanza y se queda pronto sin voz. Y sin gente que quiera escuchar. El diagnóstico, la denuncia y la queja aburren, desmoralizan y cansan por igual.
Otros no preguntan. Aceptan lo que venga. Sin dudar. Sin cuestionar.

 Los autócratas, la nueva clase social

Pero, en este desmoronamiento, algunos tienen premio. Renacen en una nueva clase social desde la cual como los nuevos ricos que también son, hacen una exhibición obscena de indecencia e impunidad. 
Y desde donde, como buenos autócratas que son, imponen un silencio a gritos a todo aquel que no se muestre en sintonía con ellos. Mientras tanto denuncian enfáticamente y a viva voz militantes de un fundamentalismo barbárico e ignorante, la misma conducta que con total desparpajo acaban de cometer ellos mismos. 
A los codazos y por la fuerza van haciéndose un lugar, logran un cierto reconocimiento social; una influencia económica y un empoderamiento político. 
Siempre por medio de la violencia verbal, gestual e institucional. 
A través de un adoctrinamiento implacable; de la cooptación de escuelas, colegios y universidades. No se salva nada; ni siquiera los centros de estudios, de pensamiento o de investigación que supieron ser los más prestigiosos y respetados del país y que gozaron, incluso, de prestigio internacional.
A los codazos y por la fuerza, se van estableciendo como proveedores de empleo, de ingresos y de seguridad económica para sus seguidores. 
Se transforman en los únicos capaces de garantizar condiciones favorables para el desarrollo de los negocios para el capitalismo de amigos que imponen y que queda restringido y disponible sólo a aquellos que estén dispuestos a apoyarlos y a financiarlos.
Consolidado este sistema, esta nueva clase social perversa y delictuosa se convierte en una forma “legítima” de ascendencia social. 
¿No suena a mecanismo calcado de países atravesados por el narcotráfico, el terrorismo y el fundamentalismo religioso criminal? Países a los cuales lentamente nos vamos pareciendo y con los que nos vamos asociando por decantación.
Una nueva clase social muy peligrosa nace y se afianza. Si no lo queremos ver hoy no nos quejemos mañana cuando sea ya muy tarde para reaccionar.
 

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