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Como argentinos debemos reconocer en el presidente Alberto Fernández a la persona elegida por mayoría, en elecciones democráticas y libres, para que guíe nuestros designios por cuatro años. Pues bien, como representante de nuestra voluntad y poder soberano debe correspondernos con una estatura ética acorde a su investidura, pero esa circunstancia está cada vez más lejos de visualizarse. Por el contrario, nos sorprende cada día con un nuevo desatino en el cual se empodera y tiene luego que salir a disculparse. En estos últimos tiempos le ha venido en gracia comenzar a elevar su voz en demasía, a gritar en vez de hablar, toda vez que con ello pretende asegurar una verdad de la que no es poseedor. Cuanto más cerca se encuentra de la Sra. vicepresidente más acentúa esa desaforada verborragia como si la misma le permitiese posicionarse en el más alto sitial del kirchnerato.
Su vocación de mostrar una identificación que raya en la obsecuencia y servilismo es harto evidente. Al asumir su mandato expresó que venía a cubrir definitivamente la grieta existente en la sociedad argentina. La realidad actual nos muestra cuán lejos está de la verdad.
No deja de ser inquietante su creciente predisposición a la agresión verbal, comenzando por la oposición, siguiendo por los medios, el periodismo y sociedades representativas de distintas actividades.
Su comportamiento desune cuando debería unir, genera conflictos cuando tendría que desarticularlos. La demagogia es una constante en todos sus actos. Buscó la gloria en la pandemia y solo alcanzó el ridículo. Empecinado en convertirse en un líder o estadista, actúa como un pobre político (no político pobre).
Discépolo, recurro a vos y a tu eterna vigencia: "No hay aplazados, ¿qué va a haber? ni escalafón...". Solo una gran grieta moral, la existente entre la honestidad y la delincuencia. Sus consecuencias son impredecibles y de alto riesgo para la frágil democracia que vivimos. Argentinos todos, a despertar.