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Larsen había sido expulsado del pueblo por el gobernador tan solo cinco años atrás por motivos que nadie pudo refutar. Pero, como suele pasar en nuestras latitudes, Larsen había retornado una mañana cualquiera, sin haber mediado indulto alguno y sin ningún temor. Volvió tras dejar pasar ese lapso que necesitamos para olvidar todo. Ese tiempo del que requerimos para silenciar los dolores, apagar los rencores y dejar que el olvido se encargue de relegar al olvido hasta a su propio olvido.
Apenas vuelto, Larsen aceptó un sueldo nominal como gerente general de Jeremías Petrus Sociedad Anónima, una compañía muerta que administraba un activo sin valor alguno: un astillero quebrado. Un predio en ruinas lleno de maquinaria herrumbrada y corroído hasta los cimientos por la depredación y el implacable deterioro al que el abandono a todo somete. Pintó con pintura negra el título de "Gerente General" sobre una puerta vencida y desvencijada y, todos los días, era el primero en llegar y el último en irse. Su nuevo despacho, en medio de la vieja central telefónica del astillero sorda y muda , era testigo de actividades que ni siquiera habrían tenido sentido diez años atrás, cuando el astillero aún funcionaba.
El astillero había quebrado. El predio había sido abandonado y olvidado. Pesaba sobre la compañía una Junta de Acreedores que mucho tiempo atrás había aceptado que nunca habría de cobrar nada de lo que se debía. El predio estaba salpicado de máquinas ruinosas y herrumbradas y de planchas de acero carcomidas. Las pizarras con cifras de barcos y tonelajes y los biblioratos llenos de memorándums, presupuestos, ofertas y contraofertas habían caducado hacía décadas.
Pero, como Larsen, el propio Jeremías Petrus y otros personajes que parecían deambular entre la realidad y una tenue fantasía, entre ellos los gerentes Kunz y Gálvez, todos jugaban a operar el astillero día tras día. A que lo iban a levantar de la ruina. Mantenían en pie la idea necesaria de que el astillero todavía operaba. Que iría a cobrar los "treinta millones" que valía mientras, ellos también, cobraban sueldos nominales puntualmente asentados en libros contables pero que no tenían ninguna contrapartida real monetaria tangible.
Desguazaban los materiales de los galpones para sobrevivir y el propio Larsen se iba desprendiendo de joyas testigo de épocas anteriores para poder pagar la pensión y las deudas que se le acumulaban.
El relato del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, El astillero, una novela corta publicada hace seis décadas, parece una radiografía anticipada de nuestros días
La Argentina como astillero.
Argentina es ese astillero arrasado por las deudas, la corrupción y la desinversión. Un predio herrumbroso, improductivo, lleno de máquinas inservibles y carentes de valor. Sin embargo, todos jugamos a que es un país. Un país que funciona. Que tiene reglas claras y justas para todos. Todos jugamos a que tiene un futuro y que, en ese futuro, hay una vida mejor para todos nosotros.
Necesitamos mantener viva esa ilusión para no caer en la desesperanza o en la abrupta realidad.
Una vida donde dejaremos de cobrar sueldos nominales y pasaremos a vivir una vida real. "La vida que queremos no requiere de uno, sino de muchos períodos de gobierno", dijo Cristina Kirchner en un acto reciente, remedando a Jeremías Petrus, quien repite a todo aquel dispuesto a escucharlo que solo le falta una firma o dos para levantar la quiebra del astillero. "Ya tengo la promesa de un ministro", asegura Petrus en su autismo y su locura. Nuestra Jeremías Petrus lo parodia casi igual: "Vamos a tener la vida que nos merecemos", grita a viva voz.
Como parte del juego, un bochornoso Sergio Massa pide más legisladores porque así "no pueden imponer las iniciativas". Curioso uso del lenguaje para un presidente de la Cámara de Diputados de la República cuando busca "imponer". No acordar, no negociar, no buscar consensos amplios ni ninguna de todas esas expresiones retóricas vacías, políticamente correctas pero falsas a las que suelen recurrir todos los políticos en condiciones normales y en discursos normales. Cuando nos mienten en la cara como siempre pero siguiendo, con absoluta precisión, la rigurosa etiqueta que requiere el arte de la mentira política.
Un Máximo Kirchner joven y sin estudios, sin trabajo formal más allá de su nuevo puesto de diputado, que reconoce haber pagado el "impuesto a la riqueza", naturalizando sin más trámite una fortuna que no puede justificar ni poseer.
Mientras tanto, su madre acota desde el fondo del escenario interrumpiendo a Larsen: "Solamente en los gobiernos donde gobiernan las grandes mayorías es que las minorías adquieren derechos. Porque si gobiernan las minorías, las minorías solo se reconocen a sí mismas". El más brutal y descarnado cinismo: la nueva casta minoritaria dueña del poder se subroga el derecho de hablar por las mayorías, mientras que, como buena minoría -y casta fundamentalista que nunca deja de ser -, solo se reconoce a ella misma.
¡Qué peligroso que es el cinismo cuando se naturaliza y se hace discurso! ¡Cuando tergiversa cada parte de la realidad y la da vueltas haciendo que sea imposible reconocer cuál es la mentira y cuál es la verdad!.
Ese mismo día, ironía del destino, en la Ciudad de Buenos Aires marcharon 150.000 piqueteros en una muestra colosal de clientelismo político filmado y documentado. Los pobres de ese astillero ruinoso que se quedan afuera del sistema por falta de trabajo, falta de inversión, falta de educación y falta de comida. Pobres siendo explotados hasta el colmo de la canallada: una promesa de pago a fin de mes a cambio de un día entero de ellos en las calles. Me pregunto dónde quedan visibilizadas allí en ese acto canalla y vil los derechos de esas mayorías que dicen defender.
Es notable ver cómo los personajes de fantasía imaginados por Juan Carlos Onetti y retratados en las figuras de Kunz, Gálvez, Larsen y Petrus, están siendo revividos ahora en estos personajes reales pero no por eso menos fantasiosos que buscan “imponer” su idea de justicia y de trabajo. Ante la urgencia y el desastre se caen las máscaras y las caretas. Máximo, Massa, Alberto Fernández y Fernández de Kirchner son personajes a la altura de la “República de Morondanga” que, divertida, denuncia una Jeremías Petrus real mientras anuncia a los gritos que el astillero ya, muy pronto, se va a poner en marcha.
“No solo tendremos el permiso legal sino también el dinero necesario”, dice un Larsen casi para sí mismo. Cuesta creer que alguien más pueda pensar que diga nada de esto en serio. “Millones de pesos ... No vale la pena que le hable de los sueldos atrasados; el nuevo Directorio los reconoce y los paga. Ni Petrus ni yo hubiéramos aceptado otra solución ... Eso para arreglar las cosas y vivir con dignidad como uno merece, pero lo que realmente importa son los sueldos futuros. Y otra cosa: los bloques de casas que va a construir la empresa para el personal...”. ¿No suenan acaso palabra por palabra a las promesas que nos suelen hacer? Todos prometen casas, trabajo, educación, salud, progreso y desarrollo. Sin embargo, el astillero está quebrado, herrumbrado, podrido, abandonado. Y cada día más vacío.
Una Argentina de pesadilla
Larsen agregaría “algo habremos hecho bien ya que, al inicio de la pandemia, un estudio estadístico mostraba que a la Argentina le esperaban cerca de 250.000 muertos. Algo habremos hecho bien” repetiría Larsen olvidándose de los 110.000 muertos producto de torpeza o por su vocación por negociados turbios y las ideologías rancias y anacrónicas.
“Algo habremos hecho bien” dijo olvidándose de la fiesta de cumpleaños de su pareja en el peor momento de la pandemia cuando los que no somos funcionarios del astillero no podíamos siquiera enterrar a nuestros deudos. El presidente de la Nación incurrió en un delito. Nada que pueda borrar con un perdón hecho a los gritos, enojado y cargado de acusaciones hacia otros. Mientras tanto, la oposición sigue perdida en su laberinto. “No permitas que lo correcto se interponga en el camino de lo conveniente” parecen aconsejar quienes no quieren insistir en el camino del juicio político. Me pregunto qué pensaría Kant sobre esto. Claro que la Argentina amoral nunca ha leído a Kant.
“Algo habremos hecho bien” repitió Larsen olvidándose de la “Marcha de la Piedras”. Un velorio masivo, una necesidad antropológica y ancestral por la cual nos es necesario reconocer y enterrar a nuestros muertos. Un acto de infinita tristeza ninguneado por un filósofo perverso que cobra desde la nómina del gobierno y menospreciado por la misma Jeremías Petrus que buscó ser sutil cuando aseguró que prefería las escarapelas a las piedras. No lo fue en absoluto. Nada puede ser menos sutil y más canalla que ningunear el silencio de una sociedad doliente.
Pero de nuevo, con el apuro y la verborragia se caen los cuidados y las estrategias. La reeditada Jeremías Petrus hablaría del gen peronista como única identidad política válida. Dentro del peronismo todo. Fuera del peronismo nada. No hay ideario posible en ninguna forma de oposición, solo un contenedor de odio. Los que odian se llenan de amor y denuncian el odio en el otro. La pesadilla mayor: cada uno somos el fascista del otro. Se perfila, claro, el advenimiento de una sociedad totalitaria. Una sociedad que odia en nombre del amor.
El astillero había dejado de existir hacía décadas. Larsen era gerente general de algo que no funcionaba. Jeremías Petrus hablaba de millones y de una reactivación que sabe que no van a llegar. Kunz y Gálvez solo aumentan la deuda con la empresa con el cinismo del que espera algún día cobrar algo.
Los pobres marchan sobre las ruinas clamando por comida, educación, salud y trabajo. Derechos elementales. Inalienables.
Pero una cosa es que un loco juegue solo en su locura. Otra muy distinta es que la locura sea compartida y la pesadilla colectiva. “El astillero” de Onetti -esta Argentina de hoy- es una pesadilla colectiva devenida en una triste realidad irrecuperable.
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