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El hombrecito de blanco que salvó a Salta

El maravilloso relato sobre el desenlace de un  enfrentamiento, en 1709, con comunidades  originarias del Chaco y que dio origen a la  devoción de los salteños hacia San Bernardo de Claraval
Viernes, 25 de marzo de 2022 21:18
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 Era el año del Señor de 1813, cuando el 17 de agosto se presentó Fray Mariano del Corazón de Jesús, a la sazón presidente del Hospital Bethlemita de San Andrés, ante Don Feliciano Antonio Chiclana, que por esas fechas era gobernador intendente de Salta designado por el Segundo Triunvirato. En esta ciudad colaboró con Belgrano durante la segunda expedición auxiliadora al Alto Perú. El caso es que Fray Mariano solicitaba el pago de ciento veinticinco pesos, importe del sueldo que correspondía a San Bernardo. Pero, ¿quién era ese San Bernardo al que había que abonarse esa interesante cifra?

San Bernardo 

 Bernard nació en el castillo de Fontaine- les- Dijon, en Borgoña, luego conocido como Bernard de Clairvaux (1090- 1153), era hijo de un caballero del duque de Borgoña y fue educado en la escuela clerical de Chatillon-sur-Seine. Allí se inclinó a la literatura y cultivó durante algún tiempo la poesía. A la muerte de su madre, entró a la orden del Císter. A los veintitrés años, cuando ingresó a la orden lo acompañaban cuatro hermanos, un tío y algunos amigos, posteriormente entraron su padre y su hermano menor. Luego llevó consigo a treinta amigos de la nobleza local. La masiva concurrencia del clan de los Fontaine y el repentino hacinamiento del único monasterio, condujo al Abad Stephen Harding a fundar otro en Claraval, labor que fue confiada a Bernardo. En esta nueva institución fue designado Abad, puesto en el que se desempeñó hasta el final de sus días. 
 Claraval (valle claro), sitio en el que emplazó su abadía y donde los facinerosos, ladrones y pecadores amedrentaban a la población, pronto se vio libre de delitos.

 Con él la orden del Císter se extendió por toda Europa y personalmente pasó a ocupar el primer plano de la influencia religiosa. Participó de los principales conflictos doctrinales de su época y se implicó en los asuntos importantes de la Iglesia Católica. San Bernardo es una personalidad esencial en la historia de la Iglesia y la más notable del siglo XII, llegando a ser el principal impulsor de la naciente Orden Templaria y un ferviente predicador de la segunda Cruzada. Ejerció una notable influencia en la vida política y religiosa en la Europa del siglo XII. Sus contribuciones han perfilado el canto gregoriano, la vida monástica y la expansión de la arquitectura gótica.

El desborde y la muerte 

 Hacia 1709, cuando gobernaba en Salta don Esteban Urizar y Arespacochaga, caballero de la Orden de Santiago y Maestre de Campo de Infantería Española, aconteció que, desde el Chaco, diversas comunidades nativas declararon la guerra de exterminio, se desbordaron hacia el Valle de Lerma para limpiar la tierra de cristianos. Aquella ola feroz llegó a la región llamada el Campo Santo, tierra generosa, no visitada casi nunca por los hielos y donde la caña de azúcar, las doradas naranjas, la sabrosa chirimoya, digna de regio paladar, atestiguaban su próspera agricultura. Había por allí, un paraje denominado La Viña, donde se levantaba una capilla en honor de la Virgen de la Candelaria, importada desde los talleres españoles de Extremadura.

 Los indígenas tomaron camino a La Viña, donde saquearon casas, incendiaron el villorrio y arrearon el ganado como parte del botín. La capilla también fue invadida, la imagen de la Virgen fue víctima de flechas y degollada. Dice la tradición que de su cuello manó abundante sangre. Una nativa le arrebató el Niño y lo llevó cautivo.

Cuando la noticia de lo acontecido en La Viña llegó a Salta, el pánico se apoderó de la población. Aquellos cristianos, expusieron el Santísimo Sacramento en los altares, las campanas tocaron rogativas, clero y pueblo se lanzaron a la calle entonando misereres. Los tercios militares se atrincheraron en el centro de la ciudad, prestos a vencer o morir en defensa de su Dios, de su patria, de sus hogares, de sus mujeres y de sus hijos.

 En tres jornadas llegaron para hacer desaparecer a la ciudad fundada por don Hernando de Lerma. Los caciques, sus generales y su tropa llevaban el arco en la mano, a la espalda el carcaj con flechas agudas y envenenadas y el puñal en la mano. 
 En oposición, en la ciudad no había elementos de combate ni víveres para la población, así que una junta de jefes y oficiales con lo más notable del vecindario, resolvió tentar la paz ofreciendo las pocas riquezas de sus habitantes, para salvar las vidas en un éxodo doloroso.

 Se encomendó la misión de parlamentar a dos caballeros de calidad y fortuna: el capitán don Gabriel de Torres y don José Ignacio, su hermano. Seguidos por sus criados y agitando bandera blanca tomaron el camino de La Pedrera y a su llegada fueron llevados ante el cacique. Allí desplegaron los presentes: telas de vivos colores, mazos de tabaco, géneros brillantes, collares de cuentas, adornos de plata, espadas de caballeros. Mas estos obsequios no conmovieron a la parcialidad, las proposiciones de la ciudad no fueron acogidas.

 El jefe de los caciques de los Chacos decretó la muerte de los parlamentarios y fueron degollados. Horas más tarde, la orden del asalto fue dada y los sitiadores llenaron las calles ahogando el recinto débilmente atrincherado. Llegaba la hora de ver perecer la ciudad y de morir.

Una fugaz retirada 

 Más, repentinamente, la guerra cambió su curso, se modificó el rumbo de la contienda, en medio de aquel tumulto, el invasor se retira raudo y con presteza del campo de batalla.
 ¿Por qué habían levantado el sitio? ¿Por qué la repentina retirada? 
 

 

Desde el cerro del oriente del valle, cubierto de un denso follaje, un varón de pequeña figura, de capa blanca y cubierta su cabeza con un casco rojo se hizo presente en el pavoroso escenario. Aquel personaje solitario, con su blanca vestidura fue causa poderosa para que los atacantes se vieran presa de un infinito pavor. 
 Aquel hombrecito blanco portaba un libro en su mano izquierda y en la derecha una vasija de la cual brotaban avispas que fueron a clavarse en los nativos. En pocas horas el ejército de los pueblos chaquenses trepó al Portezuelo en retirada fugaz. Salta quedó en un instante libre de sus sitiadores pero el asombro hizo presa de sus habitantes. Las campanas fueron echadas a vuelo en todas las iglesias en señal de júbilo. Dios, solo Dios podía haberlos salvado. Un gran tedéum coronó la victoria, tan milagrosamente conseguida.
 Más tarde, unas avanzadas cristianas siguieron a los aborígenes. Algunos se aventuraron a indagar sobre la curiosa y vertiginosa retirada. Estos, con muestras de inquietud dijeron que habían visto “un hombrecito blanco”, de pie sobre las rocas del cerro, que les infundió pavor, que no serían ellos quienes volverían más a Salta a guerrear. Y cumplieron la palabra, no volvieron más.
 Quedó la duda acerca de la identidad de aquel “hombrecito blanco”. Para los habitantes de aquella Salta, era una presencia celestial, pero, ¿quién? 
Una representación de los aborígenes fue convocada para el reconocimiento. Al llegar al convento y hospital de los betlemitas, reconocieron en una efigie alba a San Bernardo, al héroe de la extraordinaria jornada.
 El regocijo se manifestó en repiques y misas; sermones y novenas; procesiones y hábito nuevo para el Santo. El cabildo eclesiástico extendió el despacho de “Segundo Patrón de la Ciudad de Salta” y el Gobierno, a su vez, firmaba el despacho de capitán de Ejército, pues había sido en acción de guerra donde había ganado aquel blanco monje del Císter sus galones militares. Por ello se le asignó la suma de ciento veinticinco pesos que le correspondía de sueldo a los antiguos capitanes del Ejército español.
 </SUBTITULO>El reclamo salarial 
 Pero volvamos con Fray Mariano: causó estupor a Chiclana el reclamo del fraile por el pago del salario según él, otorgado al santo. De tal suerte, fundamentó: “Que desde tiempo inmemorial están asignados anualmente ciento veinte y cinco pesos, la fiesta, culto y reparo de la iglesia del glorioso San Bernardo, patrón de la guerra de esta provincia que se venera en mi santa casa”. Ante la proximidad de su festividad a celebrarse el 20 de agosto, suplicaba la entrega del dinero para cubrir los gastos del culto. 
 Chiclana corrió el expediente por el que solicitó al Ramo de Hacienda, el informe de tan asombroso rubro en el presupuesto provincial. Con fecha 17 de agosto de 1813, Nicolás de Villacorta y Ocaña, a cargo de la Hacienda salteña, ratificó los fundamentos esgrimidos por Fray Mariano. En el expediente, podemos leer: “Decreto. Salta, agosto diez y ocho de mil ochocientos trece. Entréguese al padre presidente los ciento veinte pesos que solicita del Ramo de Sisa, con la posible preferencia, y con calidad de rendir cuenta instruida de su inversión. Chiclana”. Archivo Histórico de Salta. Fondos de gobierno. Carpeta 1813. Así concluyó ese trámite burocrático, hoy una anécdota histórica de las muchas de emergen de la compulsa documental.
 La Iglesia en Salta lo proclamó en su día segundo patrono de la ciudad; y hasta fines del siglo XIX, el Gobierno pagaba religiosamente el día de su fiesta los ciento veinticinco pesos que le correspondían de sueldo de capitán.
 Los vientos del laicismo y del liberalismo finisecular decimonónico se llevaron esta curiosa costumbre de abonar esta suma de dinero, que no entrañaba más que el agradecimiento y el respeto hacia su santo patrono. No es inusual que con el transcurrir de las centurias se silencien historias, se prescinda de ciertas costumbres y tradiciones. Los viejos relatos se pierden en la noche de los tiempos. Pero en los repositorios descansan antiguos papeles que es interesante revalorizar y que hoy se ofrece al público lector.

 

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