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En el estudio de las relaciones internacionales se usa la teoría de los juegos como una manera de evaluar conflictos, de sopesar escenarios y estrategias y, asumiendo que cada uno intentará maximizar beneficios - o reducir pérdidas -, tratar de anticipar las posibles respuestas de los involucrados ante una situación dada. Suena algo reduccionista y, en mi opinión, lo es. Como todo modelo sirve como aproximación; nunca como profecía infalible. Incluso, a veces, hasta falla como aproximación.
Dentro de este marco reduccionista se habla con mucha frecuencia del "tablero de ajedrez geopolítico global". La forma occidental de mirar a la geopolítica mundial es, muchas veces, a través de un tablero de ajedrez donde todo se juega a una partida. Jaque mate; cae el rey. Alguien ganó; otro perdió. De hecho, la mirada occidental sobre la invasión rusa a Ucrania se elabora desde esta perspectiva. De allí que Occidente se sorprenda de por qué Rusia no ganó la guerra en los primeros diez días ni en veinte ni en cien.
Bajo esta mirada, se imagina que se lanzan tropas y en una partida rápida todo se termina cuando se depone al rey enemigo. Rusia no se moviliza siguiendo ese criterio. China tampoco.
El juego de Go
El juego de Go tiene tres reglas sencillas y fáciles de aprender y, aun así, jugarlo es en extremo difícil. Dominarlo es considerado un arte digno de un ser superior.
Es considerado uno de los juegos más difíciles del mundo dado el número casi infinito de movimientos que ofrece. "El espectro de posibilidades del Go es un número más grande que la cantidad de átomos del universo", escribió Google en su página cuando AlphaGo, su inteligencia artificial, venció al campeón mundial de la disciplina.
El Go es un juego de estrategia en el que se enfrentan dos "ejércitos" y en el que gana quien consiga "capturar" la mayor cantidad de territorio; no de "ejércitos" enemigos. Los jugadores se alternan colocando piedras blancas y negras - los "ejércitos" -, sobre las 361 intersecciones de un tablero cuadrado de 19 líneas por 19 líneas, buscando ganar territorio. Cuando una piedra es colocada en el tablero, esta no puede ser retirada a menos que sea "capturada" por el "ejército" enemigo. Los jugadores se turnan hasta que no hay más lugar donde seguir colocando piedras y gana quien haya conseguido ocupar la mayor cantidad de "territorio".
El Go requiere de mucha intuición y resistencia mental. El libro "El Maestro de Go", de Yasunari Kawabata, es un maravilloso relato de las enormes tensiones psicológicas a las que se enfrentan los jugadores ante una partida.
En mi opinión, también reduccionista aclaro -, China no juega al ajedrez. Quizás ni siquiera sepa jugar bien al ajedrez. Pero si sabe jugar al Go. Sus partidas son pensadas en términos de décadas y no apuestan a deponer a un rey. Por el contrario, juegan a ganar territorio, aunque ello les lleve generaciones enteras. Juegan a reducir los grados de libertad de sus adversarios y aliados y, eventualmente, a ahogarlos o a capturarlos ganando esa posición y ese territorio.
Casi toda su política exterior y sus movimientos están dedicados, hoy, a la construcción del "Belt and Road Initiative" (una suerte de nueva ruta de la seda); proyecto que se ha convertido en uno de los más ambiciosos chinos.
Otro proyecto igual de importante es el de lograr la supremacía tecnológica global para el año 2050. Para eso necesitan alimentos y materias primas. Y súbditos.
La primera iniciativa busca la conexión de los mercados asiáticos con Europa e implica la asociación de China con docenas de países de Asia y África a través del financiamiento y la construcción de enormes proyectos de infraestructura como rutas, ferrocarriles, aeropuertos, represas hidroeléctricas, centrales nucleares experimentales, puertos, oleoductos y gasoductos; todo lo que sirva para transportar materias primas y alimentos hacia China y maquinaria pesada y exportaciones chinas al mundo.
No lo hacen de generosos. Tampoco para invertir en el crecimiento y desarrollo de la economía global; ni para crear lazos de amistad como pregonan. De una manera genuina y razonable para un estado; sólo se preocupan por el bienestar y el crecimiento del estado chino, aún al costo de despojar de todo lo que puedan a todo aquel que se deje expoliar.
Nuestra América
Para nuestra desgracia, todo el continente americano, desde el Río Bravo hacia abajo se encuentra sumido en la miseria económica; en un atraso tecnológico apabullante; en una inequidad económica, social, sanitaria y educativa asfixiante; en un proceso de desindustrialización que lleva décadas y estragados tras años de políticas populistas de rumbos inciertos e imprevisibles.
En ese contexto, el abrazar el proyecto chino es sólo la manera de seguir profundizando este atraso tecnológico y la desindustrialización; conduciéndonos a una mayor primarización de nuestras economías; lo cual sólo generará niveles más grandes de pobreza y de inequidad. Más atraso.
Si el país no puede pagar la obra, China la expropia y la explota igual. Sirvan como ejemplos las enormes represas en África o los puertos en Asia que, financiados a países sin capacidad de pago, fueron expropiadas y se encuentran ahora siendo operadas bajo su mandato. Como en el Go, pusieron sus fichas buscando ampliar su territorio.
Una jugada estratégica que busca reducir los grados de libertad de ese país, o el de sus vecinos mientras, al mismo tiempo, toda la región depende cada vez más de los flujos de capitales chinos para su supervivencia.
Nada es gratis en la vida y no hace falta la teoría de los juegos para averiguarlo.
El erróneo enamoramiento
Existe un sector de Argentina que muestra un insólito enamoramiento por China. De allí que se haga necesario reflexionar al respecto y pensar que China no es un faro de esperanza en estos momentos de desasosiego; tanto como no es un ejemplo por copiar ni un modelo a seguir.
China es un país autoritario; liderado por un partido único -el Partido Comunista de China (PCCh)-, que viola de manera sistemática los derechos humanos y que suprime toda libertad de expresión que no le sea afín.
El 3 de junio, Austin Li, un famoso influencer con más de 60 millones de seguidores en la plataforma Taobao, dejó de emitir su contenido habitual luego de que un postre helado con forma de tanque de guerra apareciera sobreimpreso en una de sus publicaciones. Si bien el influencer declaró tener “problemas técnicos”, todos entendieron que se debió a la acción de los censores oficiales, quienes quisieron evitar la conmemoración de la masacre de Tianamen del 4 de junio. No hubo necesidad de arrestar a Li ni de desactivar su cuenta. Un simple mensaje mafioso se encargó de llamarlo a silencio. Todos saben que no tiene permitido seguir posteando ningún contenido; por lo menos por algún tiempo y hasta que el mismo sea amoldado a los intereses del partido.
Taobao pertenece a Alibaba, la misma compañía que se creía privada y cuyo fundador y presidente, Ma Yun, más conocido como Jack Ma, desapareció de la faz de la tierra luego de haber criticado el sistema de control financiero chino. Cuando reapareció su poder se vio notablemente recortado y la pérdida financiera de la compañía superó largamente el PBI de varios países latinoamericanos. O el caso de Peng Shuai, la tenista china que también estuvo desaparecida varias semanas luego de un posteo en el que denunciaba un abuso sexual por parte de un ex viceprimer ministro de China. Al reaparecer, negó todas las acusaciones. Hay un patrón de amenazas y de “desapariciones” consistentes que es difícil ignorar.
Más allá de haber rendido tributo - por ignorancia o por ideología - a la figura de Mao Zedong - uno de los más grandes genocidas de la historia -; o de haber entonado la canción revolucionaria maoísta, no se puede seguir negando estos hechos, así como tampoco se puede negar la existencia de enormes campos de concentración en la provincia de Xinjiang; lugar donde estarían detenidos más de un millón de uigures y miembros de otras minorías musulmanas.
La persecución étnica sobre estas minorías es un tema bien documentado y de muy larga data.
Saber para no caer en el relato
Entender la cultura milenaria china es de veras difícil, pero, no por ello, hay que renunciar a hacerlo. Existen infinidad de libros sobre China. El primero de todos, un clásico entre clásicos, “El romance de los tres reinos”, de Luo Guanzhong; una novela histórica sobre los acontecimientos en los turbulentos años a finales de la Dinastía Han y la era de los Tres Reinos, desde 169 d.C. hasta la reunificación de China en el año 280 d.C. Otro muy ilustrativo, escrito por la sinóloga británica Julia Lovell: “La Gran Muralla. China contra el mundo”. Una narración histórica impresionante que cuenta la historia del país desde el año 1000 a.C. hasta el 2000 d.C, a través de uno de sus íconos más impactantes.
También se puede aprender de su historia a través de la saga familiar escrita por Jung Chang; la que abarca la vida de tres generaciones: la abuela de la autora, que vivió en la China feudal y que se vio envuelta en tramas dignas de la pluma de Shakespeare; su madre, que fue parte de la Revolución Cultural como esposa de uno de los guerrilleros de Mao Zedong; y al final, la de la propia autora, quien fue Guardia Roja por un breve lapso y luego tuvo que exiliarse en las montañas antes de poder abandonar el país; luego de denunciar las masacres y la barbarie de la “Revolución”.
Historia magistral y espeluznante muestra a China sin tapujos y sin falsos candores. La propia Jung escribirá luego, junto al historiador Jon Halliday, una colosal biografía de Mao. Espeluznantes ambos libros. Muy reveladores también: la cultura china está forjada en la pobreza y en el autoritarismo. En la barbarie y en la sumisión más absoluta.
Podría ser nuestro destino, si no meditamos y sopesamos con justeza sobre a quiénes confiamos nuestro infortunio y con quiénes nos asociamos en la desventura. La luz al final del túnel puede no ser un faro de esperanza sino un tren chino viniendo de frente a toda velocidad.