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José Armando Caro Figueroa publicó en estas páginas una columna imprescindible bajo el título: “¿Una Argentina, dos sistemas económicos?”. El título apela a lo planteado por Xi Jinping cuando China disputaba con el Reino Unido la soberanía de Hong Kong, buscando dar con una solución viable al problema de integrar dos modelos económicos y dos sociedades tan dispares. La analogía es válida. La solución también.
Caro Figueroa postula la necesidad de encarar un cambio urgente en el rumbo económico y social del país; la necesidad de una transición hacia un “ansiado e impreciso nuevo orden económico, social y federal argentino”. Propone como camino la convivencia de dos sistemas económicos: uno que mantenga y que sostenga al “viejo régimen” bajo las reglas actuales, el que se iría desmantelando con gradualidad, y otro con reglas nuevas que se deberían ir imponiendo de a poco; cambiando el orden laboral, económico, impositivo, legal y social del país.
Un país con dos juegos de reglas con distintas pendientes a lo largo del tiempo; una declinante, la otra creciente. Ambas a distintas velocidades.
“Una Argentina que sigue funcionando según los cánones hasta aquí conocidos, mientras levantamos el nuevo edificio con las nuevas reglas, nuevos incentivos, nuevas instituciones. En este escenario, los productores recibirían precios y remuneraciones siguiendo las actuales reglas monetarias y la actual fiscalidad. Pero, todos los incrementos de producción serían comercializados según las nuevas reglas cambiarias e impositivas. En concreto, los productores y los trabajadores recibirían una parte de sus remuneraciones según el modelo anterior, y los incrementos de cantidades producidas tendrían precios de mercados desregulados, estarían sometidos a la nueva fiscalidad (claramente federal y descendente), y podrían fijarse y cancelarse en cualquiera de las monedas del nuevo modelo económico nacional y federal.”
Francisco Sotelo publicó una nota profundizando este artículo. Para Sotelo la única alternativa a la decadencia actual es una transición hacia una economía con pleno empleo y el establecimiento de una sociedad sin discriminaciones. También muestra cómo la propuesta de Caro Figueroa concluirá en la conformación de varios subsistemas regionales, con normativas específicas y como punto de partida hacia un modelo de país federal, integrado, y con nuevos incentivos, reglas e instituciones.
En mi opinión, para poder hacer esta reconstrucción a dos velocidades es necesario aceptar dos cosas: la primera que estamos ante un Estado fallido que necesita una brutal restauración. La segunda, que gran parte del problema ya no tiene solución y que debemos convivir con ello. Que solo podemos cambiar las reglas hacia adelante y que lo hecho, hecho está. Es un costo hundido.
Un Estado fallido
En un sentido amplio, el término Estado fallido describe un Estado que es ineficaz -no ineficiente sino ineficaz; dos términos bien distintos-; que falla en garantizar su parte del contrato social; que tiene un control solo nominal sobre su territorio al tener grupos armados o desarmados desafiando la autoridad del Estado; que tiene una burocracia insostenible; o que tiene interferencia militar en la política. Si tomamos por caso nuestro país, lo único que no tenemos, hoy, de toda la lista anterior, es la injerencia militar en la política. Todo lo demás lo tenemos en excesos absurdos, desbordados y crecientes.
De una manera más específica, un Estado fallido se mide de acuerdo con los siguientes parámetros: corrupción política e ineficacia judicial; altos niveles de criminalidad e inseguridad ciudadana; altos niveles de informalidad, pobreza e indigencia; crisis económicas, inflación y desempleo; fuga de talento; bajos porcentajes de personas con educación superior; gran parte de la población con la primaria o secundaria incompleta; pérdida de control físico del territorio o del monopolio en el uso legítimo de la fuerza; incapacidad de responder a emergencias nacionales y la discapacidad para suministrar servicios básicos. La lista habla por sí sola y sirve para darnos una idea de por qué es ineludible concluir que sí constituimos un Estado fallido.
Es necesario aclarar que esto no apunta ni a un gobierno ni a un partido político en particular. Alude, en cambio, a 110 años de decadencia; a corporativismos desbordados, autoritarios y, a veces, hasta fascistas, a una corrupción estructural y a una cooptación sistemática de los ámbitos políticos, empresariales, judiciales y policial; a partidismos que jamás buscaron construir bien común a pesar de sus constantes declamaciones en ese sentido; a ineptitudes, negligencias y pérdidas sistemáticas de oportunidades de distintos gobiernos de turno; a personajes y elites partidarias, dirigenciales, sindicales, profesionales y empresariales que priorizaron el enriquecimiento personal -y el de su cohorte de acólitos- por sobre el crecimiento del país o el fortalecimiento de la sociedad y de sus instituciones. Pero no nos equivoquemos. Un Estado fallido solo habla de una sociedad fallida. Nos acusa y nos interpela.
No hay Estado fallido sin una sociedad fallida detrás. Una sociedad rota. Podemos seguir echando las culpas fuera como lo venimos haciendo desde hace décadas, pero, la verdad, no nos va a ayudar en nada. Tampoco iremos a resolver nada. Solo vamos a seguir rompiéndonos más.
Solo a modo de muestra
No vale la pena ahondar en ejemplos que solo resultarían redundantes; basta leer los datos con honestidad intelectual y dejando de lado ideologías o posturas partidarias. Voy a mencionar apenas algunos, a modo ilustrativo, y para forzar al pensamiento.
Tenemos colegios cerrados por falta de calefacción, o por infraestructuras deficientes, a pesar de un presupuesto enorme -4,8% del PBI- mal administrado. El sistema educativo muestra resultados frustrantes. Solo 16 de cada 100 chicos que inician la escuela primaria terminan el secundario en tiempo y en forma. Solo 3 de cada 10 niños comprenden lo que leen. Solo 4 de cada 10 manejan rudimentos matemáticos elementales. La escuela, hoy, no enseña ni a leer ni a escribir. Mucho menos a pensar. Tampoco nos va mejor en los niveles superiores; solo egresa una porción ínfima de los estudiantes que ingresan al sistema universitario. Solo un 1% de la población tiene un título de posgrado.
La inequidad educativa se acrecienta de manera alarmante por nivel de ingresos; por pertenencia al sistema público o al privado; o por provincias. Solo basta visitar la página del Observatorio Argentino por la Educación para tener una radiografía espeluznante sobre el estado de la educación en Argentina. Es tanto más fácil -y tanto más irresponsable- distraernos en discusiones inconducentes sobre el uso del lenguaje inclusivo en las escuelas que tener un debate serio y profundo sobre la calidad educativa en todas sus dimensiones.
El Indec informa que el desempleo es del 7% -si una persona no busca trabajo, o trabajó al menos una hora en el mes no es considerado desempleado-, en un contexto donde el 40% de los asalariados registrados depende del aporte del Estado, y donde tanto el empleo público como los beneficiarios de planes sociales crecieron muy por encima del ritmo demográfico. Un contexto en el que, en el último año, uno de cada dos empleos generados fue en la economía informal, y en el que el empleo en el sector privado lleva diez años de estancamiento.
La pobreza, en 1974, era tan solo del 4% y Argentina tenía una clase media -por ingresos y por aspiración-, cercana al 67%. Hoy tenemos una pobreza diez veces mayor y una clase media -más por su dimensión aspiracional que por ingresos-, menor al 20%.
La movilidad social ascendente pasó a ser un mito. Esa clase media aspiracional retratada por la famosa frase “mi hijo el doctor”, desaparece y hoy tenemos unos de los guarismos más altos del mundo de jóvenes que no estudian ni trabajan -34%-, y 7 de cada 10 jóvenes buscan trabajar para el Estado por la estabilidad laboral y económica que eso significa. También por la falta de requerimientos educativos que tiene el Estado a la hora de contratar personal.
En diez años, del 2011 al 2021, el PIB per cápita cayó un 16%, mientras que, en el mismo período, el gasto público creció del 24% al 40% del PBI.
El riesgo país de Argentina está emparejado hoy con el de Rusia, un país en guerra, en default y aislado de la economía mundial. Tiene más perspectivas de futuro la sociedad ucraniana, sumida en una invasión y en una guerra horrorosa, que nosotros, sin guerra ni misiles rusos atacándonos. Podría mencionar la penetración del narcotráfico; el desafío a la propiedad privada y al propio Estado replicada en cientos de tomas de campos y terrenos; de los índices de inflación o de la deuda externa e interna; todas bombas de tiempo. Como dije antes, sería redundante. Como Shakespeare le hace decir a Hamlet: “Algo huele a podrido en Dinamarca”.
Costo hundido
No se llora sobre la leche derramada. Se limpia y se sigue adelante. Esta podría ser una muy rudimentaria y rápida explicación del concepto de “costo hundido”.
A la crisis política, social, económica, educativa y sanitaria que ya vivimos se va a sumar una crisis financiera en ciernes; un cóctel explosivo y terminal. No vale ni la consigna trotskista “cuanto peor, mejor”; ni la doctrina aceleracionista que busca llevarnos al fondo lo más rápido posible. Son daños innecesarios que siguen rompiéndonos más y que no aportan solución.
Hay que dimensionar, además, la fuerza de la resistencia sistémica al cambio, puesto que todas las leyes que son necesarias cambiar están tan entrelazadas e interconectadas que no hay forma de deshacer el ovillo. Solo queda blandir la espada y cortarlo, tal y como la leyenda dice que hizo Alejandro Magno al romper el nudo gordiano. Quizás sea más fácil manejar dos mitades que un único ovillo.
Dos mitades que, juntas, son irreconciliables, que hacen este desquicio sin remedio ni futuro. Dividida en dos partes, una vieja subsistiendo hasta desaparecer (el costo hundido) y otra nueva creciendo, prosperando e imponiéndose. Quizás esto permita albergar alguna esperanza. Solo quizás.