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Si bien los resultados de la primera vuelta electoral en Turquía fueron extremadamente parejos, todo parece indicar que el presidente Recep Tayyip Erdogan, quien obtuvo casi el 50% de los votos y logró de esa manera retener su mayoría parlamentaria, será nuevamente reelecto en el balotaje convocado para el 28 de mayo, contra la heterogénea coalición opositora encabezada por Kemal Kilicdaroglu, líder del centroizquierdista Partido Democrático de los Pueblos, que alcanzó el 46%.
Las causas de ese resultado son motivo de estudio para los analistas occidentales, que descontaban que las consecuencias económicas y sociales del terremoto que en febrero pasado devastó a once provincias del sur del país y provocó 56.000 muertos desencadenaría la derrota del oficialismo e inauguraría una nueva era de liberalización política.
Erdogan, líder del islamista Partido de la Justicia y el Desarrollo, gobierna con mano de hierro desde 2003, al principio como primer ministro y desde 2014 como presidente a partir de una reforma constitucional que eliminó el antiguo sistema parlamentario y concentró el poder en el jefe de Estado. Su ascenso constituyó el fin del ciclo de 80 años de hegemonía del Partido Republicano del Pueblo, fundado por Kemal Ataturk, el artífice de la Turquía moderna, culturalmente laica, surgida de las cenizas del Imperio Otomano, disuelto tras su derrota en la Primera Guerra Mundial.
Estas elecciones marcaron un récord histórico de presentismo en las urnas, con una concurrencia del 93%, superior al 88% de la anterior contienda presidencial de 2018. El acto electoral fue técnicamente correcto, aunque el informe elaborado por la comisión fiscalizadora de la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea consigna que "la constante restricción de los derechos fundamentales de reunión, asociación y libre expresión obstaculizaron la participación en el proceso electoral de algunos políticos y partidos opositores, de organizaciones de la sociedad civil y de los medios de comunicación".
Amberin Zaman, una periodista especializada en la política turca, advierte que "Erdogan ha utilizado el sistema presidencialista para inclinar la cancha a su favor, castrando a los medios y convirtiendo en una escribanía al Poder Judicial y otras instituciones clave. Su vasta maquinaria de propaganda lanza mentiras sobre la oposición. Durante abril Erdogan tuvo 32 horas de aire en la televisión estatal, en comparación con los 32 minutos que le concedieron a Kilicdaroglu".
La oposición triunfó en Ankara, Estambul, las ciudades costeras y las regiones con mayoría de población kurda, una etnia minoritaria que pugna por su autonomía. Erdogan arrasó en la población rural. Ese contraste alteró los pronósticos basados en los sondeos de opinión y provocó que el resultado sorprendiera a los observadores occidentales. "The Economist" reconoció que "los números que obtuvo Erdogan desbancaron a las encuestas y pusieron de relieve el atractivo que conserva el presidente y la resonancia de su oferta política entre una base de votantes conservadores y religiosos con una fuerte impronta nacionalista".
Durante la campaña, Erdogan cuestionó a Kilicdaroglu por su identidad aleví, una rama disidente del Islam minoritaria en la población turca y fuertemente rechazada por la mayoría de la comunidad musulmana. Ese ataque, sumado a la participación en la alianza opositora de partidos kurdos con pretensiones independentistas, facilitó a Erdogan su propósito de enfatizar el contenido nacionalista y religioso de su mensaje político.
El "erdoganismo"
A comienzos de la década de 2010, durante la ebullición de la "primavera árabe", la diplomacia occidental solía citar a la Turquía de Erdogan como ejemplo de un "Islam moderado y democrático", que podía ser una fuente de inspiración para la región. En 2011 la revista "Time" lo seleccionó entre los candidatos a "personaje del año" y justificaba esa selección con estos términos laudatorios: "Reelecto para un tercer mandato sin precedentes, ha convertido a Turquía en el segundo país con el más rápido crecimiento después de China, fomenta la democracia laica en Egipto y en Túnez y representa un modelo para los islamistas en ascenso". Para el semanario, Erdogan era "un aliado clave de Estados Unidos con un compromiso fuerte con la OTAN".
Diez años más tarde, la mayoría de los medios periodísticos europeos y estadounidense incluyen a Erdogan junto a Vladimir Putin, Xi Jinping, y Benjamín Netanyahu como parte de un cuerpo de jinetes apocalípticos encarnado en las llamadas "democracias iliberales", regímenes autoritarios que cuestionan la legitimidad de las democracias tradicionales propias de Occidente.
En el medio hubo un punto de inflexión: la confrontación entre Erdogan y el movimiento Hezit, liderado por el clérigo musulmán Fetullah Gulen, una poderosa organización islámica forjada a imagen y semejanza del Opus Dei, que mezcla la tradición religiosa con el liberalismo económico y político. La cofradía apoyó el advenimiento del nuevo régimen, pero su creciente infiltración en resortes claves del Estado generó un conflicto que derivó en ruptura. Gulen se autoexilió en Estados Unidos y sus seguidores pasaron a la oposición. Erdogan los acusó de planificar un frustrado golpe militar en julio de 2016. Ese episodio desencadenó una ola de persecución política a la oposición y endureció la maquinaria represiva gubernamental.
Erdogan reivindica las raíces musulmanas de Turquía para impulsar una reislamización de la sociedad, centrada particularmente en el sistema educativo y la revalorización
del rol de la familia. Dieciocho teólogos o islamólogos dirigen universidades públicas. Este intento de restauración conservadora colisiona con la tradición laica y la cultura cosmopolita de las clases medias urbanas, baluarte de la oposición.
Esa dicotomía cultural genera una creciente polarización. El mensaje oficial divide a la sociedad entre "nosotros, el pueblo" y "ellos, las elites corruptas y despreciativas", a las que califica como "un grupo ajeno a su propia cultura y a la Nación". Erdogan llegó a caracterizar como "turcos negros" a sus compatriotas que luchan contra la ocupación de posiciones de poder detentadas por los "turcos blancos", anatemizados como "agentes del Occidente colonialista, portadores de la mentalidad de los cruzados".
Este proceso de progresiva radicalización empalma con el conflicto derivado de las resistencias suscitadas sobre el ingreso de Turquía a la Unión Europea. Como respuesta a esas objeciones, Erdogan enfocó su mirada hacia el mundo árabe, asiento del antiguo Imperio Otomano. Turquía, único país euroasiático miembro de la OTAN, tiene hoy prioridades geopolíticas distintas a los socios de la alianza atlántica, claramente reflejadas en sus vínculos con Rusia.
En esta síntesis entre nacionalismo e islamismo, el régimen de Erdogan encuentra similitudes con otras "democracias iliberales" que identifican la nación con las tradiciones religiosas y en muchos casos con algún añorado pasado imperial. En Rusia, Vladimir Putin unifica esa añoranza del imperio zarista y de la Unión Soviética con el cristianismo ortodoxo. En Irán, Ali Khamenei une la tradición del imperio persa con la rama chiita del Islam. En India, Narendra Modi articula el nacionalismo político con el hinduismo religioso. En Israel Benjamín Netanyahu fusiona el fundamentalismo religioso judío con el mandato bíblico del "gran Israel". Hasta la China de Xi Jinping, un país oficialmente ateo, resucita las enseñanzas de Confucio para justificar su objetivo del "rejuvenecimiento de la nación china".
Lo que sucede en Turquía constituye entonces otro llamado de atención para Occidente: la universalización de la economía de mercado, fenómeno central de la época, y el avance de la democracia liberal no van de la mano.
* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico