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Democracias hirviendo a fuego lento

Jueves, 10 de agosto de 2023 02:32
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Existe un estado de divorcio palpable entre «el poder", la capacidad para hacer las cosas, y «la política", la capacidad para decidir qué cosas deben ser hechas.

En un principio, un soberano reunía en su puño ambas cualidades las cuales, o había obtenido por la fuerza, o le habían sido delegadas por mandato divino. Las sociedades preindustriales generarían, más tarde, las instituciones necesarias que garantizarían que «poder" y «política" fueran de la mano, pero autorregulándose de manera sistémica.

En los Estados industriales, la propiedad de las máquinas comenzó a marcar la diferencia entre el patrón y trabajador, y dio forma a una nueva organización social, la burguesía industrial. El "Estado Capitalista" actual siguió regulando estas capacidades, pero comenzando a limitar sus obligaciones fundantes.

El primer quiebre importante a esta lógica lo provoca la tecnología intensiva, que hace que el capital pierda sus vínculos con el mundo del trabajo físico por un lado y que, por el otro, requiera de una mucho menor cantidad de mano de obra, aunque más especializada y calificada. El trabajo comienza a ser intangible e inmaterial. Se instalan conceptos como "revolución del conocimiento", "economía de plataformas" y otros términos similares, y el trabajo intensivo se desvincula de la mano de obra. El capital, cada vez menos necesitado de la labor paga menos por ella mientras busca, en cambio, hacerse de la propiedad de las máquinas. En los albores de la Cuarta Revolución Industrial, las máquinas son capaces de la autorreplicación, alimentando un proceso de acumulación de capital que fomenta nuevas formas de inequidad. Esto es un quiebre social enorme que generará, a su vez, más cambios, más crisis y una mayor incertidumbre hacia el futuro.

Los otros quiebres son culturales. El concepto de sociedad está bajo escrutinio. El de progreso también. Ambas construcciones sociales tambalean y son cuestionadas sin piedad. El concepto de Estado, entendido este como "soberano legítimo" y su legitimidad para accionar son debatidas, mientras los Estados entran en severas contradicciones. Por un lado solo parecen atinar a reducir sus abrumadoras deudas públicas y a seguir tercerizando sus responsabilidades básicas buscando alcanzar un utópico "déficit cero"; solo evitando quebrar. Así, socavan su fin último -que no es equilibrar sus presupuestos sino proporcionar los servicios contractuales comprometidos a sus ciudadanos-, reforzando así el ciclo de vaciamiento de legitimidad de los Estados. Esto se espesa aún más con la tercerización de los servicios básicos fundantes -función intrínseca e indelegable de cualquier Estado contractual -, junto con la no satisfacción de las necesidades de su ciudadanía. De seguir por esta senda peligrosa, se podría pasar de un proceso de deslegitimación, deconstrucción y dilución de los Estados a un proceso de aniquilación de los mismos.

Todo esto no hace más que acelerar el proceso de divorcio entre «poder" y «política", mientras que el «verdadero poder" se va concentrando en menos manos; reside en un lugar-no-físico, y no queda atado ni restringido territorialmente a ningún espacio físico. Para empeorar las cosas, surgen crisis que son globales y para las cuales los Estados solo pueden oponer herramientas locales e insuficientes. A crisis globales como la de la inequidad creciente del ingreso mencionada antes -que produce desempleo masivo, pobreza estructural en regiones enteras y procesos migratorios descontrolados-, se le oponen soluciones locales inservibles por completo. El cambio climático; el terrorismo internacional; o las migraciones forzadas por las causas que sean, podrían ser otros ejemplos de problemas globales para los cuales los Estados carecen por completo de herramientas para hacerles frente. Ridículo, pero se espera que los Estados, esos mismos Estados que están reduciendo o eliminando sus prestaciones esenciales y persiguiendo un inalcanzable "déficit cero", sean los que brinden soluciones a problemas globales que les son "ajenos" y que les vienen "desde afuera"; al menos en su origen. El divorcio definitivo -e irreconciliable- podría estar a la vuelta de la esquina.

En el extremo, podríamos estar en un tránsito desde una unión forzada y una estandarización impuesta por la fuerza centrípeta que imponía la globalización a un proceso inverso donde, al cuestionarse la idea de globalización, la fuerza ahora centrífuga arrase con estados, sociedades, ciudades y regiones enteras. Existe el riesgo de caer en un futuro distópico donde las democracias occidentales se diluyan y se conviertan -como indica la tendencia actual- en democracias débiles o fallidas; democracias iliberales o autocracias totalitarias; todas formas de gobierno tras las cuales se enmascararán nuevas formas de feudalismos corporativos supranacionales altamente tecnificados.

En ambos casos, los nuevos gigantes tecnológicos podrían ser quienes ostenten el «poder" y la «política" en su puño; pero ubicados en un «flujo de espacios" indefinido e indefinible. En el «flujo de los lugares", los Estados, solo operarán gobiernos afines, sumisos, quebrados o necesitados; con la única potestad de ejercer funciones de policía y de control social. Así, se completaría un ciclo histórico que se inicia con «el poder" y «la política" en manos de una única persona -el soberano-, para llegar a un nuevo momento histórico donde ambas capacidades residen, de nuevo, en una única entidad; una corporación supraterritorial global que, también, podría estar ocultando a una única persona detrás de ella.

Quizás las democracias se estén cociendo a fuego lento con nosotros flotando en su caldo. Quizás se estén calentando con la tapa puesta; levantando presión. Imagino que más temprano que tarde lo habremos de averiguar.

 

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