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En "Ensayo sobre la sociedad de seducción", Gilles Lipovetsky se pregunta: "¿Cómo no sentirse afligido por el espectáculo deprimente que ofrece nuestra época? Las desigualdades económicas extremas aumentan en todo el mundo; el desempleo masivo causa estragos; los atentados terroristas se multiplican en el corazón de nuestras ciudades; las catástrofes ecológicas se perfilan en el horizonte; los medios de vigilancia electrónica amenazan las libertades; los partidos populistas progresan en todas las democracias; las instituciones políticas inspiran una desconfianza generalizada; los flujos migratorios, impulsados por la desesperación, ponen a Europa en estado de choque. ¿Qué utopías sociales nos quedan? ¿Qué hay en este mundo que todavía pueda hacernos soñar y tener esperanza en un futuro mejor?" El retrato de época que hace Lipovetsky es quirúrgico y desolador. Muestra, además, una desesperanza global.
Sabemos que los discursos demagógicos son inherentes a cualquier sistema basado en el principio electoral. Cuando el poder no se adquiere por la clase, por la fuerza o por un oscuro designio divino; inevitablemente se desarrollará todo un conjunto de efectos de lenguaje; de retórica y de promesas grandiosas destinadas a inflamar las pasiones colectivas y a seducir a los electores con el fin de ganar a los adversarios y conquistar el poder o de mantenerse en él.
Si las sociedades prosperaran, los electores reclamarían del sistema cada vez más y mejores prestaciones; una mayor transparencia -la sana; la bien entendida-; y una mayor calidad institucional. Esto exigirá, a su vez y como regla general, un mejor arte en el ejercicio de la política y políticos a la altura del desafío. Por el contrario, cuando los sistemas fallan y las sociedades no florecen, ocurre lo contrario. Las democracias se degradan y los sistemas eleccionarios se prostituyen; se desvisten desde adentro hacia fuera. Nace el canibalismo político. Las "utopías sociales" se agotan y sus continentes, los partidos políticos, se desvanecen; desaparecen. Surgen las coaliciones, extrañas sociedades electorales donde triunfan las conveniencias políticas y, mayormente, el vacío de ideas. El fin de los ideólogos y de las ideologías; el fin de la legitimidad y la representatividad. El fin de la contraposición de ideas como motor de cambio constructivo.
Política de trincheras
Nacen el grito, la pelea; la polarización y la grieta. La política de trincheras y el revoleo de consignas vacías de un bando al otro como si fueran piedrazos y balas. La política trivial y amoral. Los políticos vacíos de ideas y de planes; vacíos de ansias y anhelos que no sean sólo personales. El enanismo moral de personajes qué sólo pelean por poder, por dinero, por puestos y por negocios sin la menor capacidad -ni deseo- de cambiar nada.
Los síntomas son irrevocables mientras nadie ofrece ninguna solución. Mientras se declama o se promete crecimiento económico, aumento del empleo privado, ciencia de vanguardia, educación de calidad, salud para todos, trabajo, mérito, libertad, soberanía y libertad; la realidad es que vivimos en un país que muestra un nivel de pobreza -real; no el dibujo oficial- de más del 50%; una pobreza infantil del 70%; una inflación interanual que podría superar el 160% a fin de año; una informalidad del orden del 45% y un desempleo muy por encima del 20%. Un sistema sanitario carcomido y destrozado en el que un médico de un hospital público que estudió no menos de catorce años cobra menos por hora que el personal doméstico que no necesita calificación alguna para trabajar; una educación donde los chicos de tercer grado no saben leer, ni escribir, ni hacer cálculos matemáticos elementales; o chicos que terminan la secundaria por edad y que son incapaces de enfrentar cualquier estudio universitario posterior; una población con estudios universitarios completos no mayor al 11% y con estudios de posgrado menor al 1%. Un nivel de inversiones con respecto al PBI que es el más bajo de la historia argentina; y un nivel de deuda sobre ese mismo PBI que el más alto registrado jamás. Reservas líquidas negativas y un gasto fiscal desbordado e inmanejable. Cepos a las importaciones necesarias para producir y trabas a las exportaciones necesarias para crecer. Se podría ahondar en la lista de fracasos por páginas enteras; todos las conocemos aunque queramos mirar hacia otro lado. Sólo un necio no reconoce el palpable divorcio entre la declamación y la realidad. Una Argentina kafkiana. Y ni una sola solución real.
Para muchos la salida es la dolorosa diáspora. Huir. Irse con la casita a cuestas a otro lado como un caracol; llevándose el ladrillo de la casa, como alguna vez hizo Bertolt Brecht. Para los que quedamos, en cambio, la aspiración es vivir en esta realidad esperando no recibir un ladrillazo por unas zapatillas o una bicicleta; o un balazo luego de haber entregado un auto o un celular. No morir salvajemente cuando se descarga un equipo de aire acondicionado para una madre. No morir a los once años esperando que abra el colegio para poder estudiar.
Lobos y ovejas
Cual lobos disfrazados de oveja los autoritarios se disfrazan de democráticos y desfilan declamando falacias atroces a viva voz. Se impone un fascismo gritón que pronuncia infinitas formas de democracia y de libertad. Unos y otros y otros se acusan mutuamente de totalitarios pero todos usan los mismos métodos absolutistas y fanáticos que acaban de denunciar. El divorcio entre poder y política se extiende al divorcio entre las instituciones democráticas y la sociedad. Ya ni siquiera queda claro qué defiende el oficialismo y qué la oposición. Ni quién es la oposición. Se solapan unos con otros y queda la horrorosa percepción que todo es lo mismo; que todos son iguales entre sí. Aún los más disruptivos y, en especial, lo más irracionales.
Crece el descreimiento hacia el sistema político como un todo; todo marinado en una constante e irrefrenable pauperización intelectual. Todo cae hacia el mínimo en una carrera irrefrenable. Si no se hacen cambios estructurales -profundos- sostenidos durante mucho tiempo, el sistema nunca se podrá recuperar. Por el contrario, acelerará su degradación y su caída hacia lugares donde ninguna sociedad sana podría querer llegar jamás.
Cuervos y pavos reales
Y, en esta lógica de la seducción de la que habla Lipovetsky, toma fuerza una idea -terrible- que piensa que, como la gente está desinteresada de la política, entonces, hay que "despolitizar" a los candidatos. "Humanizarlos"; hacerlos "alcanzables". Deben "parecer" que son gente como nosotros. Vaya sandez. Nos mienten y nos buscan seducir con artimañas burdas e infantiles. Trampas en las cuales caemos.
Parafraseando a Ryünosuke Akutagawa, los cuervos que se auto-perciben pavos reales se colocan ahora plumas negras sobre el plumaje blanco del disfraz anterior y -disfraz sobre disfraz-, se re-disfrazan de cuervos buscando asimilarse a nosotros. Pero nunca dejan de ser cuervos vestidos de pavos reales que se disfrazan de cuervos; otra vez. La sociedad degradada se deja seducir; se deja encantar por esos cantos de urracas y de cuervos como si se tratara de míticos cantos de sirenas. Que esta vez va a ser distinto; que esta vez este si va a poder. O que aquel va a ser capaz. O tal o cual. El deseo es más fuerte que cualquier racionalidad. La emoción de la seducción y la necesidad de creer en algo por más irracional que sea nubla los sentidos; no deja pensar. Triunfa la seducción política; convirtieron al más perverso cuervo en un potencial candidato a pavo real. Y todos los otros cuervos marchan detrás, en fila india, graznando a más no poder.
Elegir o no elegir
Así llegamos al ritual más importante de cualquier sociedad democrática; el momento de emitir nuestro voto. Ese momento donde cada voto manifiesta un anhelo; una pulsión vital; el sueño de cada habitante de este país de vivir en un país mejor y dejarles a nuestros hijos un lugar mejor al que recibimos. Una derecho indeclinable; el deseo de un porvenir mejor.
Pero desde hace décadas, la pauperización política y la degradación social nos llevaron a acostumbrarnos a tener que elegir "el menos malo" de los candidatos. Naturalizamos eso. Negociamos con nosotros mismos y naturalizamos la mediocridad y la ruindad. Esa misma mezquindad que ahora nos hizo "elegir" entre candidatos de una oferta electoral degradada; pauperizada; rota. Sin planes -ni grandes ni pequeños-; sin ideas ni ideologías, -menos "utopías", esas locuras hermosas en las que vale la pena creer y por las que vale la pena luchar y vivir-; sin representatividad; sin posibilidad de elogio a sus imaginadas capacidades; sin legitimidad. Sin nada que ofrecer ni a nosotros ni a ellos mismos; sin nada que ofrendar ni al presente y mucho menos a la posteridad.
La libertad democrática se encuentra fragmentada; condicionada; acotada. Elegimos pero dentro de un espectro de opciones horrorosas. "Elegimos" pero, sin saberlo, esto nos acerca a la pérdida de la libertad más que a su realización. De seguir así, vamos a seguir pegándonos tiros en los pies y continuaremos destrozando la democracia; aunque ejerzamos el ritual de ir a votar. Creemos que podemos "elegir" sin darnos cuenta que, en realidad, sólo avanzamos como zombis entre los escombros de una democracia en agonía condenándonos a nosotros mismos a elegir "lo menos malo entre lo peor", en lugar de darnos la posibilidad virtuosa de elegir a los mejores entre los buenos.
"Hay infinitas existencias de esperanza, pero no para nosotros" dijo Franz Kafka a su amigo, Max Brod. ¿Habrá alguna instancia de esperanza para nosotros? No lo creo. Ojalá esté equivocado. Ojalá. No lo creo.