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El maravilloso Ryünosuke Akutagawa, en su cuento "Ataduras", dice: "Se convino que él y su esposa compartirían el mismo techo con sus padres adoptivos. Eso se debía a que él había sido contratado por cierto editor. Había dependido absolutamente de las palabras del contrato, escritas en una única hoja de papel amarillo. Pero más tarde, mirando el contrato, se hizo evidente que el editor no estaba obligado a nada. Todas las obligaciones eran de él".
El cuento es tan corto que deja con ganas de más. Sin embargo, no es necesario; con esas pocas palabras lo ha dicho todo. Él y su esposa viven de la caridad de una casa ajena. Las palabras permiten intuir un estado de desamparo; de obligación. El título no le quita carga; están atados al contrato y lo que se haya estipulado allí. Se podría argüir que si hay un contrato defectuoso, hay tanta culpa en quien puso las condiciones vergonzantes como en quien las aceptó. Queda una pregunta pendiente tras el darse cuenta de una asimetría tan violenta; ¿qué habrá de hacer tras darse cuenta? Esa es la cuestión.
Nosotros -tanto la sociedad que creemos ser como la comunidad que nunca logramos conformar-, somos ese escritor que vive de prestado, sin la humildad o la vergüenza de quien se sabe viviendo de prestado. Vivimos -dependientes- de la voluntad de muchos otros. "En el cuarto mes de 2023, el stock de deuda bruta ascendió a un monto total equivalente a 396.209 millones de dólares", informa la Secretaría de Finanzas. Casi 400 mil millones de dólares. El mismo orden de magnitud que nuestro producto bruto interno (PBI), calculado en unos 410 mil millones de dólares. Tanto el Banco Mundial como el FMI sostienen que "se puede decir que un país alcanza condiciones sostenibles de deuda si puede cumplir con sus obligaciones de pago de la deuda actuales y futuras en su totalidad, sin recurrir a reprogramaciones o acumulando atrasos, y sin comprometer el crecimiento". No hay forma de poder afirmar que estamos en condiciones sostenibles de deuda. Peor; para poder seguir funcionando tenemos que pedir más dinero prestado. Es como si el escritor del cuento de Akutagawa además de la casa prestada pidiera la comida; la plata para pagar sus lapiceras y cuadernos para escribir; los sirvientes que mudó con él y de los que no quiso prescindir; los gustos de su esposa; sus vacaciones y sus momentos de esparcimiento y recreación.
El balance del Banco Central de la República Argentina muestra, con total claridad, que se usaron encajes bancarios en dólares para hacer frente a pagos de la deuda. Dicho en español prístino, se está usando dinero de ahorristas en dólares para pagar deuda. Si los depositantes fueran a los bancos en masa a retirar sus ahorros se encontrarían con la desagradable situación -ya vivida-, de que el dinero no existe; no está. Que no lo van a poder retirar. El anunciado acuerdo reciente con el Fondo tampoco resuelve la situación.
No producimos lo suficiente como para pagar nuestros gastos corrientes; tampoco las cuotas de capital e intereses de las deudas contraídas; menos para crecer; mucho menos para ahorrar. De nuevo, nadie puede asegurar que estamos en una situación de sostenibilidad de ningún tipo.
Tanta es la no sostenibilidad que el Estado dejó de brindar servicios intransferibles; esos que son fundantes y fundamento de toda sociedad contractual. Justicia, seguridad, salud y educación, certidumbre, una sensación de comunidad y la percepción de una sociedad funcional. Como el Estado no puede hacer frente a ninguno de estos gastos corrientes, suspende la provisión de estos servicios declamando el vastísimo cumplimiento de todos ellos.
Me viene a la cabeza la imagen de ese contrato en papel amarillo entre el editor y el escritor. Alguna vez firmamos un "Acta de Independencia" y reclamamos una soberanía y una libertad. Firmamos en un papel amarillo, lo enmarcamos y lo colgamos en incontables réplicas por doquier. El papel se volvió más amarillo; las obligaciones del Estado se destiñeron. Solo quedaron resaltadas nuestras obligaciones, las cuales, extraño como suena, seguimos honrando. El contrato entre el Estado y la comunidad está roto. Herido de muerte. El Estado no provee seguridad ni justicia ni salud ni educación. El Estado, en cambio, crea desamparo, incertidumbre, pobreza, informalidad e ignorancia. El Estado agudiza los problemas de la comunidad que, aun así, le sigue dando el sustento filosófico y económico que necesita para poder seguir funcionando.
Todas las obligaciones son nuestras. Mientras el Estado -despojado de sus obligaciones sin culpa ni cargo- clama a los cuatro vientos el honrar y cumplir en demasía todas y cada una de ellas. No se me ocurre ruina moral más grande. Tampoco panorama más desolador. Si el contrato no se cumple y la asimetría es tan completa; ¿por qué seguimos honrando un contrato así? Como el escritor; ¿qué habremos de hacer tras el darnos cuenta?
Pienso en los elefantes de los circos de antaño, que crecían atados a un poste y cuando se los desataba no se separaban del poste. Crecimos atados al poste del Estado. ¿Estaremos atados todavía? ¿Seguiremos viviendo como si estuviéramos atados, mucho más?
Me asusta que sea verdadera la frase de Blaise Pascal que dice: "Si no actúas como piensas, terminarás pensando como actúas". Si seguimos actuando como si estuviéramos atados, vamos a vivir convencidos de que una hoja amarilla es suficiente para atarnos al cumplimiento de un contrato que, por lo asimétrico, es perverso y antinatural.