A orilla del Juramento, donde el río se va poniendo manso antes de abrazar el dique El Tunal y el monte se queda quietito mirando el agua, Claudio Rodríguez llega siempre más o menos para esta época. No lo apura nadie. Baja de la camioneta, saca la caña, acomoda con paciencia sus enseres de pesca y, como si fuera un reloj invisible, espera.
No pasa mucho hasta que aparece. Primero se ve un movimiento entre los yuyos, un leve temblor en la tierra reseca. Después la cabeza, ancha, color ladrillo, con esos ojos atentos que parecen viejos conocidos. Es el colorao Martín. Un lagarto del monte que, contra todo lo que uno imagina, no le huye, no se esconde y no se eriza. Se asoma despacito, da unas volteretas torpes pero simpáticas y se queda ahí, como saludando.
“Ya me conoce, este bicho. Viene todos los años, siempre en esta época. Capaz que es el mismo, o capaz que es el hijo del otro, pero yo lo siento igual”, dice Claudio, mientras busca en una bolsita unos trocitos de pollo que siempre trae guardados para él.
El encuentro ocurre en una peña poco frecuentada, de esas que no figuran en los mapas ni en las redes sociales, donde apenas se escucha el viento, el canto de algún hornero y el chapoteo lejano del agua. Ahí se repite este ritual sencillo, sin foto, sin aplausos y sin testigos más que el monte.
El caraguay, también conocido como lagarto overo colorado, es un bicho bien nuestro. Grandote, robusto, de cabeza ancha y cuerpo macizo. Puede superar los 40 centímetros sin contar la cola, que es larga y poderosa. Su color es un rojo tirando a ladrillo, con manchas y bandas oscuras que le cruzan el lomo, y una franja más clarita a los costados. La panza, en cambio, es más anaranjada, con rayas negruzcas que parecen dibujadas a mano.
Según los expertos, se lo distingue fácil del otro lagarto más conocido, el teguixin, por la disposición y forma de sus escamas, sobre todo en la zona de la cabeza, el cuello y el vientre. Las escamas ventrales del caraguay son más largas y abundantes, y tiene más poros en las patas, detalles que los que saben del monte reconocen sin dudar.
Es un animal propio del norte, de los caminos polvorientos, de los montes bajos y las zonas calurosas. Los pueblos originarios lo conocen desde siempre y lo llaman caraguay, que significa “cara colorada”. Y aunque su aspecto pueda asustar a más de uno, es un bicho manso, tímido y nada agresivo. Si siente peligro, se mete en una cueva, se esconde bajo los arbustos o se pierde en una barranca.
Su mayor actividad es cuando el sol raja la tierra. Ahí se lo ve moverse, buscar comida o calentarse sobre las piedras. En invierno, en cambio, se entierra y entra en una especie de reposo para aguantar el frío.
Come de todo un poco. Su dieta incluye insectos, pajaritos, ratones, pescado, caracoles y hasta frutas que caen de los árboles. Es ovíparo y pone sus huevos a principios del verano, cuando la tierra está blandita y el calor ayuda a la incubación.
El problema, y ahí la historia se pone más dura, es que durante décadas fue explotado sin control por su cuero. En Argentina se llegaron a sacar más de un millón de ejemplares por año, lo que puso a la especie en serio riesgo. Por eso hoy se insiste tanto en su protección y en regular su cría, para que no desaparezca de nuestros montes.
Su distribución abarca gran parte del norte y centro del país: Salta, Chaco, Formosa, La Rioja, San Juan, Mendoza, San Luis, oeste de Córdoba y hasta La Pampa. Más hacia el este, en zonas como Río Cuarto y Buenos Aires, predomina el otro lagarto. Y en Río Negro quedan algunos poquitos, bien aislados.
Claudio no piensa en estadísticas ni en mapas. Él solo mira al colorao Martín, que ya se devoró tranquilo sus trocitos de pollo y ahora se queda calentando el lomo al sol. “Mientras yo venga y él venga, este lugar sigue vivo”, cuenta, con una sonrisa que mezcla orgullo y nostalgia.
Y ahí, a orilla de El Tunal, entre cañas de pescar y monte bajo, el norte sigue contando sus historias. Sin apuro. Sin ruido. Como siempre.