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El presidente Javier Milei dijo, hace poco, que si el índice de inflación de diciembre daba "solo" el 30% sería un logro y que habría "que sacarlo a pasear en andas" al ministro de Economía, Luis Caputo.
Me parece que debemos detenernos a pensar en la violencia institucional que significa "festejar este logro" en un país con un 50% de pobreza y un 20% de indigencia. Festejar un índice de inflación de "solo" el 30%, es dejar de lado que, detrás de esos porcentajes, hay millones de jubilados que no llegan a fin de mes y que no pueden comprar remedios ni subsistir; o que hay millones de personas adultas y otros tantos millones de niños que no tienen dónde vivir o qué comer. Millones y millones de personas sin futuro que quedan invisibilizados tras porcentajes que no pueden disimular una realidad siniestra y cruel; sin importar las razones por las cuales llegaron a esa situación. Que la mitad de la población del país apenas pueda subsistir o que el 70% de los menores a 14 años no tengan futuro alguno significa una violencia de la que no nos hacemos cargo.
Y digámoslo fuerte y claro; estabilizar las condiciones macroeconómicas del país no va a cambiar la realidad de esta franja de la población. Peor, el retraso salarial contra inflación -medida en pérdida de poder adquisitivo de la población- es el único anclaje real de este plan de ajuste por lo que la situación, en general, solo empeorará para ellos en el corto y mediano plazo. Ajustar las cuentas fiscales no llevará al desarrollo económico y social; mucho menos con un gobierno que descree del rol de moderador del Estado en la redistribución del ingreso.
También hay que detenerse un momento a pensar en la última movilización de la CGT encabezada por Pablo Moyano; movilización que, por sí sola, permite vislumbrar el alcance y la profundidad de la brutal decadencia argentina. El sindicalismo argentino con su silencio cómplice los últimos cuatro años ha sido parte del problema y nunca de la solución para estos millones y millones de argentinos descartados por el sistema. En particular debemos pensar en lo dicho por Pablo Moyano, cuando amenazó al ministro de Economía: "Lo van a llevar en andas, pero para tirarlo al Riachuelo". La brutalidad fue dicha delante de tres representantes de la agrupación Madres de Plaza de Mayo. ¿Es que a nadie le hizo ruido que este personaje hablara de tirar a alguien al río delante de víctimas de los llamados "Vuelos de la muerte?". Argentina, además de violenta, es bizarra.
Por desgracia, no nos damos cuenta de hasta qué punto hemos naturalizado la violencia. Sea la violencia doméstica que muestra cifras aterradoras y fuera de cauce; sea la terrible e imparable violencia callejera por la cual nos matan sin cesar por un celular, una cartera, una moto o un auto; sea la violencia irracional e imparable en el fútbol, o sea la violencia discursiva que se emite -todo el tiempo- desde todos los niveles tanto de la sociedad civil como de la dirigencia sindical, empresaria, política e institucional. Sea la violencia dentro del Congreso al tratar una ley o la violencia en sus inmediaciones, como si se tratara de su imagen especular. Ninguna violencia es gratis; menos lo es su naturalización. La violencia estructural solo conduce a mayores niveles de violencia en todos los órdenes y estamentos sociales.
Pero cuando la violencia parte del propio poder ejecutivo de la Nación; cuando le está permitido al presidente, a sus ministros o a sus defensores ejercer cuotas de violencia verbal e institucional; ¿desde dónde se puede castigar o condenar a los otros tipos de violencia? ¿O hay violencias buenas -permisibles- y violencias malas -castigables y punibles-? ¿No es, acaso, toda violencia algo malo por naturaleza que debemos castigar, desnaturalizar y desterrar?
El problema
Siento que no estamos dimensionando el problema en toda su magnitud. Siento que la violencia nos viene avasallando y aturdiendo; erosionándonos y destruyéndonos como sociedad como el mar gasta y rompe los castillos de arena que se construyen en la arena. Siento que la violencia escala y junto con ella que crecen los niveles de odio, de un lado y otro, a la par.
No está bien que un dirigente sindical amenace a un ministro de tirarlo al río. Tampoco está bien que el presidente y sus ministros amenacen a opositores, legisladores o a gobernadores. No está bien que nadie amenace a nadie, punto. Y es a quienes tienen en sus manos el liderazgo de la Nación a quienes le caben los mayores niveles de mesura y de responsabilidad. Alienar al sistema no puede ser la respuesta a ningún planteo; por más ridículo, equivocado, injusto o de doble vara o moral que este sea. No se combate a la violencia con más violencia. Se la combate con la ley cuando se trata de un delito; con argumentos cuando es una discusión ideológica o una negociación, y, por sobre todo, con conductas ejemplares; algo que no abunda. No hay políticos ejemplares, y sin ejemplaridad es difícil lograr ser una sociedad ejemplar.
Me parece que estamos aceptando que la violencia sea parte del paisaje político y social, alejando así la posibilidad de ser, alguna vez, una sociedad normal. Si seguimos sembrando vientos vamos a cosechar tempestades tales que nadie en su sano juicio podrá afrontar. Claro que, ¿acaso somos una sociedad en su sano juicio?