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Vladimir Putin asumió su quinto mandato presidencial. Si se tiene en cuenta que en el breve lapso en que no ejerció la presidencia, que delegó en Dmtri Medvéded (2008-2012), mantuvo su control político sobre el gobierno, su reinado lleva un cuarto de siglo. Su nuevo mandato expirará en 2030. Para entonces tendrá 77 años y habrá superado en el tiempo a la larga era de José Stalin pero la reforma constitucional aprobada en 2020 lo habilita para una nueva reelección.
Algunos sectores de la izquierda mundial, que rescatan el enfrentamiento de Putin con Estados Unidos, coinciden con una ancha franja de la derecha nacionalista europea y latinoamericana, que ensalza su defensa de los valores culturales y religiosos tradicionales traicionados por Occidente. A la inversa, en derechas e izquierdas, el rechazo a Putin se funda en la naturaleza represiva del régimen y la violación de los derechos humanos.
Resulta pueril considerar a Putin como un mero accidente histórico. Su ascenso está enraizado en tendencias profundas de la sociedad rusa. Políticamente, Putin es un pragmático que acomoda sus movimientos a las circunstancias. Pero detrás de esas maniobras tácticas existe una visión cultural y política que ayuda a interpretarlas.
A tal efecto, en enero de 2014, Putin obsequió a sus más encumbrados funcionarios ejemplares de tres obras fundamentales de otros tantos autores clásicos rusos: "Sobre la desigualdad", de Nicolás Berdiáev (1874-1948), "La justificación del bien", de Vladimir Sloloievt (1853-1900, y "Nuestra misión", de Iván Ilyine (1883-1954). El mandatario rastrea en estos grandes intelectuales conservadores una corriente de pensamiento que supone anclada en siglos de historia.
Esa concepción está sustentada en tres pilares básicos, que sintetizan la identidad cultural y la continuidad histórica de Rusia: el nacionalismo, el cristianismo ortodoxo y el euroasianismo. Ese tríptico presupone una "visión positiva" de la historia rusa que promueve el orgullo nacional y traza un hilo invisible que une a Pedro el Grande (1672-1725) y Catalina II (1729-1796), artífices de la expansión del imperio zarista, con Stalin, que erigió a la Unión Soviética en una superpotencia y, por supuesto, con el propio Putin.
Nacionalismo y religión
En esta cosmovisión, la idea del nacionalismo está asociada con otros dos conceptos básicos: el patriotismo, concebido como el culto a la "tierra de los padres", y la unidad del cuerpo social, entendida como la primera y máxima obligación del gobernante. El partido de Putin se llama Rusia Unida y la popularidad presidencial es la condición de posibilidad de un liderazgo que encarna la supervivencia misma de la Nación. Así sucedió también con el "padrecito zar", denominación popular del monarca, y con el "culto a la personalidad" promovido por Stalin.
Este nacionalismo tiende a una híper-centralización del poder. Ilyne afirma que "Rusia tiene necesidad de una dictadura firme, nacional patriótica". La visibilización del patriotismo reside en el Ejército, que permite unir los valores del arraigo espiritual a la tierra con la inclinación a la disciplina y la obediencia. Para Ilyne, "el soldado representa la unidad nacional del pueblo, la voluntad del Estado ruso, la fuerza y el honor".
En su revalorización de Stalin, Putin destaca su rol en "la gran guerra patriótica" que culminó con la derrota del nazismo y con el Ejército Rojo desfilando por las calles de Berlín. Esta justificación del stalinismo anida en Soloviev: "quien ama a Rusia debe desear su libertad, ante todo la libertad para la misma Rusia, para su independencia y su autonomía internacionales". La conclusión es inequívoca: la libertad nacional de Rusia está por encima de la libertad individual de los rusos.
Pero el nacionalismo ruso tiene una profunda raíz religiosa. La Iglesia Ortodoxa es el tejido que vincula a gobernantes y gobernados. Desde el Gran Cisma de Oriente de 1054, cuando la Iglesia de Bizancio se separó de la Santa Sede, el cristianismo ortodoxo tiene una impronta "césaropapista" que asocia al poder religioso con el poder político. La caída de Constantinopla en manos de los musulmanes en 1453 hizo que el epicentro de los ortodoxos se mudara a Moscú, convertida en la "Tercera Roma".
Durante el zarismo, la Iglesia Ortodoxa fue un brazo del Estado. Esa condición reapareció con inusitado vigor tras el colapso del comunismo, que alimentó un renacimiento religioso. Putin rescató el pensamiento de Berdiáev, que exaltaba la espiritualidad del pueblo ruso. El resultado es que el Patriarca Krill, jefe de la cofradía ortodoxa, es un sólido aliado del Kremlin, una solidaridad ratificada en su abierto respaldo a la intervención en Ucrania, que provocó un cisma con la Iglesia Ortodoxa ucraniana, que proclamó su independencia de Moscú.
Una estrategia euroasiática
Aleksandr Dugin, un intelectual a quien muchos consideran, exageradamente, el “filósofo de cabecera” de Putin, reivindica esa aleación entre nacionalismo y religión como la base cultural del “euroasianismo”, concebido como el espacio geográfico para la expansión de la cultura rusa y puente entre las civilizaciones de Oriente y Occidente. Su libro “Fundamentos de Geopolítica: el futuro Geopolítico de Rusia”, publicado en 1997, sintetiza su pensamiento
La trayectoria de Dugin incluyó una sugestiva etapa “nacional bolchevique”, reminiscencias de una pequeña corriente minoritaria que afloró en el Partido Comunista Soviético en la década del 30, en vísperas del pacto Stalin-Hitler, al que visualizaba como una alianza contra el imperialismo capitalista. Luego, en 2001, fundó el Partido Eurasia y proclamó su férreo alineamiento con Putin.
Para ilustrar su tesis, Dugin cita a Berdiáev: “Rusia está en el centro de Occidente y de Oriente, une a los dos mundos”. Putin demostró apreciar esas ideas. En un discurso de noviembre de 2003, subrayó que “Rusia, como país euroasiático, es un ejemplo único donde el diálogo de las culturas y las civilizaciones se ha convertido prácticamente en una tradición en la vida del Estado y de la sociedad”.
La idea euroasiática subyacía en la Comunidad de Estados Independientes (CEI) que en 1991 sucedió a la disolución de la Unión Soviética para unir a Rusia con otras doce de las quince ex repúblicas soviéticas surgidas de esa debacle, aunque quedó desdibujada en la década del 90 por la pérdida de la influencia de Moscú a raíz de la fase de decadencia que signó al gobierno de Boris Yeltsin y eclosionó con la crisis económica de 1998, cuyo estallido catapultó el ascenso de Putin.
Ya con Putin en el gobierno, el proyecto euroasiático volvió a corporizarse en 2002 con el nacimiento de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), una alianza militar integrada por Rusia, Armenia, Kazajistán, Bielorrusia, Kirguistán y Tayikistán, y en 2015 cuando los mismos signatarios constituyeron la Unión Económica Euroasiática (UEA) que se extiende hoy hasta Serbia.
Eurasia es para el Kremlin su “extranjero cercano”, una esfera de influencia en la que combatirá toda intervención extra-regional. Ucrania integra ese espacio. Según Dugin, “Ucrania como estado independiente con ambiciones territoriales representa un peligro enorme para Eurasia, así que sin antes de resolver el problema de Ucrania no tiene sentido hablar de política territorial”.
La gran apuesta de Putin hoy es la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses. El candidato republicano coincide con el criterio de Henry Kissinger, quien sostenía que en el siglo XXI Estados Unidos tenía que practicar la maniobra estratégica inversa a la que ejecutó en 1971 con Richard Nixon, cuando la Casa Blanca inició una apertura audaz hacia China para contener la expansión de la Unión Soviética. Según Kissinger, Washington tiene que buscar un acuerdo con Moscú que frene el ascenso de China. Trump comparte esa visión y Putin aguarda esperanzado su triunfo.
* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico