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El ancla del pasado

Jueves, 29 de agosto de 2024 02:10
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Las heridas que el último tramo de la era del golpismo (1966 – 1983) dejó en la sociedad argentina fueron muy profundas y su análisis, en manos de historiadores, será denso y prolongado. A nivel local, cabe interpretarlo como consecuencia de una contradicción profunda y sostenida entre conservadorismo y democracia que se prolongó desde 1912, durante 70 años. La influencia de los nacionalismos fascistas, las crisis internacionales y la Guerra Fría hicieron lo suyo. El derrocamiento de Arturo Illia, en 1966, sin otra razón que un cóctel de conservadorismo y nacionalismo aterrado por la revolución cubana, abrió la Caja de Pandora: la sangrienta represión del Cordobazo, los asesinatos de los jefes sindicales Augusto Vandor y José Alonso, y el del general Pedro Eugenio Aramburu, responsable de la sangrienta insurrección de 1955 terminaron con el gobierno de Juan Carlos Onganía, pero también fueron el síntoma de una insurrección armada de sello guevarista y, parcialmente mimetizada con el peronismo proscripto. Fue mucha la sangre derramada.

Desde 1976, la estrategia de ejecutar a millares de personas detenidas sin autorización judicial, ni pruebas, así como la aplicación de torturas, la desaparición de personas y el robo de bebes nacidos en campos de concentración fue calificado por la ONU y por tribunales internacionales como crímenes de lesa humanidad y "genocidio". Tras los juicios de 1985, que condenaron a los principales responsables de la dictadura y de las organizaciones guerrilleras, y del indulto que dispuso el presidente Carlos Menem, ya en este siglo se reabrieron las causas, se ampliaron las investigaciones y muchos militares y colaboradores civiles fueron condenados a prisión perpetua.

No se trata de revanchismo. Es lo que dispuso el orden legal en juicios donde los acusados contaron con el derecho a la defensa del que la dictadura privó a sus víctimas.

El uso político de toda esa violencia fue una herramienta del kirchnerismo para hilvanar su relato y encubrir su incapacidad de consolidar la democracia y sacar del pozo a la economía argentina. Incluso, la causa de los Derechos Humanos fue malversada. El apoyo a las dictaduras corruptas pero ideológicamente afines fue el síntoma de que esos valores, verdaderos dogmas del kirchnerismo, se aplican selectivamente.

Pero esto no hace más que demostrar, como interpreta la historiadora Camila Perochena, el conflicto entre ese cóctel arcaico de fascismo, nacionalismo, liberalismo y, ahora, progresismo que caracteriza al discurso político en nuestro país.

La visita de un grupo de diputados de La Libertad Avanza a ex represores en el penal de Ezeiza, realizado en forma tan culposa que resquebrajó al bloque, fue un indicio alarmante. En primer lugar, salvo para el dogma de quienes cultivan la "cultura de la cancelación", es inobjetable que los legisladores visiten a personas presas.

Si la visita se hizo para mostrar diferencias con el kirchnerismo, se convierte en provocación. A esto debe añadirse el homenaje que organizó la vicepresidenta Victoria Villarruel en el Senado para honrar a las víctimas de la guerrilla, que también es provocación: el terrorismo de Estado causó muchas más víctimas que esas organizaciones. Víctimas fueron todos. Tácitamente, están reivindicando esa represión anticonstitucional. Y la promesa de "meter presos a los Montoneros" es, lisa y llanamente, zambullirnos en el túnel del tiempo. Y en este punto, no se sabe si no se trata de un capítulo más en la confrontación de la vice con Javier Milei. La iniciativa, esencial para Villarruel, parece inviable. Estamos saturados de anacronismos.

La conducta irresponsable de la diputada Lourdes Arrieta, que denunció haber ido engañada a fotografiarse con Alfredo Astiz no es más que la faz grotesca de un intento vergonzante de atar al país, otra vez, al ancla del pasado.

 

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