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Descontento que desnuda una nueva crisis moral

Domingo, 05 de enero de 2025 00:00
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¿Cómo se puede conceptualizar el malestar que campea, hoy, en casi todas las democracias del mundo? Un malestar que se traduce en una volatilidad electoral extrema y que degenera hacia una violencia cotidiana con la que aprendemos a convivir.

Un malestar que ha provocado la implosión de los partidos políticos tradicionales, los cuales fueron abandonados de manera masiva en favor de formaciones nuevas y extrañas, tras líderes más nuevos y extraños aún. Es fácil ver este giro en varios lugares del mundo: la desintegración de los Demócratas Liberales de Japón o la de los Conservadores Progresistas de Canadá; el triunfo arrasador de Donald Trump; la desintegración de los partidos tradicionales alemanes hacia los Verdes por la izquierda y hacia los ultra xenófobos por la derecha. Los votantes italianos que entronizan a los "Hermanos de Italia"; neofascistas sin maquillaje junto a antiguos seguidores de Silvio Berlusconi, sumados a los eternos separatistas de las Ligas del Norte. La disposición de los votantes en Polonia y de otros países del antiguo Bloque del Este a votar por comunistas reciclados. Los giros a izquierda y derecha en América Latina. Todo sucediendo en tiempo real; casi en todas partes al mismo tiempo.

La cohesión social se deshilacha. Los ciudadanos rechazan la presencia de extranjeros en sus países so pretexto de la carga que suponen sobre el sistema de bienestar social y el mercado laboral. Aparece una preocupación exacerbada sobre la amenaza que sus razas, educación, costumbres y religiones suponen a la identidad nacional; una defensa identitaria que penetra de manera transversal y profunda. Aparece el fenómeno del "populismo territorial" junto a sus exégetas.

Mientras tanto, la civilidad queda a riesgo. Peor; la defensa de la civilidad adquiere un peligroso "tinte ideológico". Defender las formas es defender al enemigo. La calidad de la sociedad civil -tanto en Occidente como en Oriente-, se degrada; se erosiona la idea de una sociedad como valor a defender y sostener. La propia idea de "sociedad" se deshilacha.

¿No nos estaremos comenzando a convertir, de a poco, y cada vez más, en nuestros peores enemigos sin hacer nada por impedirlo?

¿Una crisis moral?

Una crisis económica es aquella en la que un mal desempeño económico; desempleo o inflación alta -o ambas-;o un descenso sostenido en los índices de producción nacional; imponen fuertes dificultades sociales y dominan el debate público.

Una crisis política, en cambio, emerge cuando las partes en conflicto no pueden resolver sus diferencias ideológicas y terminan paralizando las instituciones. Una crisis política suele terminar en una crisis de gobernabilidad y puede conducir a una guerra civil o a una dictadura. O a ambas.

Pero lo que se vive hoy no parece ser una ni una crisis económica ni una crisis política. ¿Cómo podría caracterizarse entonces esta insatisfacción pública general contemporánea? Charles S. Maier, profesor emérito de Historia en Harvard, en 1994, supo "leer" y anticipar este problema definiéndolo como el de una "crisis moral". "Las crisis morales pueden ayudar a generar crisis políticas y muestran síntomas económicos; aun cuando no se originen por problemas económicos", afirmó en el ensayo "Democracias y sus descontentos", publicado ese año.

Si bien el término "crisis" es fuerte y a menudo sobre utilizado, según Maier su uso queda justificado cuando "denota un estado sistémico precario en el que un organismo o una sociedad oscila entre la descomposición y una revitalización de energía colectiva. Experimentar una crisis no excluye la posibilidad de una recuperación de vitalidad, pero sugiere que las sociedades y los estados que emergen después de un período prolongado de turbulencia habrán sido transformados, no simplemente restaurados".

"La década baja y deshonesta"

Las crisis morales están marcadas por una sensación de desaliento y de desenlace histórico. Se instala la percepción de que un gran momento histórico ha sido sucedido por una era deslucida y degenerativa.

"Me siento en un lupanar de la calle cincuenta y dos, / incierto y asustado / mientras mueren las grandes esperanzas de una década baja y deshonesta: / olas de rencor y de miedo corren sobre las iluminadas y oscurecidas tierras del planeta / oprimiendo nuestras vidas privadas; / el inmencionable olor de la muerte ofende a la noche de septiembre", dice el poeta W. H. Auden. Se instala la convicción de que las grandes causas han llegado a su fin -"el fin de la historia"- o peor aún, que han sido traicionadas y muertas: el fin de las utopías.

Las crisis morales revelan una desconfianza hacia todos los políticos y hacia la política; sin importar la ideología. Surge el momento de oportunidad para el "político no político".

La crisis moral podría parecer la reacción de la sociedad civil contra su clase política; la "inmunda casta".

Sin embargo, las raíces de la desconfianza surgen de resentimientos más primitivos y tribales.

Aparece una nueva intolerancia hacia patrones de corrupción durante mucho tiempo aceptados y celebrados. Los sobornos y las comisiones -antes ignorados y naturalizados como el costo necesario para poder hacer negocios-, ahora es percibido como otro síntoma de la decadencia. Esto podría ser constructivo si condujera a reformas verdaderas y, sobre todo, duraderas. No es el caso. Por lo general, sólo terminan en algunos juicios resonantes y en una limpieza acotada. Y en no mucho más.

El "populismo territorial"

La identidad, entendida como la expectativa de relaciones e interacciones predecibles en un espacio determinado -caras familiares en lugares familiares-; se revela como una causa a ser defendida. Aparece el "populismo territorial"; la política del territorio en su sentido más amplio. Por ejemplo, el "Make America Great Again" (MAGA) de Trump; que olvida -a propósito- el rol global -con sus costos y beneficios- que supo construir Estados Unidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Los populistas territoriales reúnen seguidores culpando a las políticas reformistas de sus predecesores. Aseguran que luchan por los empleos en su país; por la eliminación de las burocracias incrustadas; contra la fragmentación social (aun fragmentándola más). Se valen de apelaciones xenófobas; del aislacionismo y del rechazo a compromisos económicos o mandatos políticos supranacionales como, por ejemplo, el rechazo a la "burocracia de Bruselas" que hoy encarna lo poco que queda del espíritu que supo construir la Unión Europea. Prometen repatriar las "decisiones externas" al ámbito de la redescubierta patria. "Ein Volk, ein Reich, ein Führer" fue -una vez- el más despiadado y extremo de tales gritos de guerra; y expresó la respuesta más simplista y brutal a la crisis moral de la era posterior a la Primera Guerra Mundial.

Las crisis morales generan esta clase de "populismos territoriales" como si fueran un bálsamo. En teoría, el "populismo territorial" se podría mantener "tolerante y reformista", pero el problema es que se desliza con demasiada facilidad hacia la derecha más extrema por motivos intrínsecos: la promesa de restablecer la unidad cultural nacional; el llamado a la pureza étnica.

Y, tarde o temprano, todos tienden a señalar como subversivas a sus minorías. Se pueden escuchar -hoy- ecos de ese discurso en varios países europeos. Durante las crisis morales, los defensores del cosmopolitismo, del compromiso, del pluralismo y de la racionalidad nunca son bien vistos y también se convierten en otra minoría subversiva.

El "populismo territorial" no es un destino y, con líderes apropiados, las sociedades podrían resignificar y re-moralizar la política; superar la tendencia al aislacionismo; extirpar los resabios de la corrupción o los patrones de racismo. Cuando esto no sucede y se elude la posibilidad de la "recuperación de la vitalidad" de la que hablaba Maier que lleve a esa sociedad hacia su posible reconstrucción; entonces, las sociedades en crisis morales suelen hundirse en la barbarie.

Ojalá sepamos entender que el camino para superar una crisis moral no es batallando contra la diversidad; instalando un nacionalismo furibundo ni exaltando la identidad nacional como fin último. Tampoco fantaseando con la reivindicación de falsas glorias pasadas. Significa, por el contrario, realzar los principios de lealtad social que reafirmen un compromiso indeclinable con la inclusión étnica y cívica; que miren más allá del control del territorio; que eludan los retrocesos hacia el proteccionismo; que fomenten lealtades internacionales más allá del parentesco étnico o cultural. Quizás este sea el único camino para ayudar a las democracias a combatir la anomia que ha permitido que el tribalismo, la indiferencia y la fragmentación arraiguen y crezcan. La recuperación no será rápida ni fácil; las crisis morales tienden a ser prolongadas y contagiosas.

"No olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas", escribió iniciada la Primera Guerra Mundial, Franz Kafka. Quizás este sea el momento exacto para reflexiones mucho más serenas y apocadas y para muchas menos decisiones desesperadas y gritos destemplados. No sé. Quizás.

 

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