PUBLICIDAD

¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

Su sesión ha expirado

Iniciar sesión
28°
8 de Septiembre,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

¿Hacia una mayor integración o fragmentación?

En la primera mitad del siglo XX, Occidente fue el escenario central de las dos grandes guerras y el terremoto financiero de 1930. 
Sabado, 21 de junio de 2025 22:10
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

La caída del Muro de Berlín fue un punto icónico del siglo XX; el Muro pautó nuestro pensamiento político: primero con su existencia, luego con su desaparición. Con su caída se inició la «Era de la Imitación»; un universalismo que continúa un proceso arrancado en la Ilustración. Tras esta caída se acuñarían términos como "armonización", "globalización", "liberalización" y muchos otros similares; todos ellos siempre buscando significar "modernización" por imitación, e "integración" por asimilación.

El mundo se embarcó en un proceso de globalización sugerido e imaginado indetenible. En palabras de Francis Fukuyama, el «sistema de valores» que representaba la «idea occidental» había logrado prevalecer y ya no encontraría obstáculos para expandirse y florecer. Devenía el "Fin de la Historia".

Desde la Caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 -hecho pletórico de significado simbólico para Fukuyama- hasta hoy, el mundo sufrió la Guerra del Golfo en 1990; la guerra de los Balcanes en 1993; el ataque al World Trade Center el 11 de septiembre de 2001; la segunda guerra de Irak en 2003; la crisis financiera de 2008; la anexión de Rusia de varias porciones de territorios vecinos hasta llegar a la anexión de Georgia en 2008 y de Crimea en 2014; la pesadilla humanitaria en Siria; la crisis migratoria de 2015 en Europa; la elección de Donald Trump y su posterior derrota ante Joe Biden; el Brexit; la pandemia de COVID; la parálisis de la OTAN ante la disputa de dos de sus miembros -Francia y Turquía- en 2020; la invasión Rusa a Ucrania; el atroz atentado terrorista del 7 de octubre de 2023 de Gaza a Israel y, luego, la feroz, cruenta e interminable represalia de Netanyahu sobre la devastada Gaza. La reelección de Donald Trump, la militarización interna de Estados Unidos; y, ahora, el ataque de Israel sobre Irán. Un largo arco descendente que, como buenos seres del siglo XXI que somos, miramos por televisión como si se tratara de una serie de Netflix. Y que, como buenos seres del siglo XXI que somos, cambiamos al Mundial de Clubes cuando el tema nos aburrió.

En este largo descenso las ideologías se han diluido; se han vuelto irrelevantes y carentes de contenidos. No así los conflictos culturales y los enfrentamientos por ciertos valores. No se trata más de derechas o de izquierdas. La verdadera guerra se da entre un sistema político en implosión y un autoritarismo iliberal avasallante; entre la razón y las "emociones tristes"; entre "La República" y populismos autoritarios. La mala hierba ahoga los pocos brotes de universalidad, de libre pensamiento y de tolerancia; valores que se extinguen ante el odio -exacerbado hasta el paroxismo -, por líderes absurdos y megalómanos.

Interregno pacífico

Después de la Segunda Guerra Mundial, se estableció un orden internacional poliédrico y expansivo; construido en torno a la apertura económica, las instituciones multilaterales, la cooperación en seguridad y el fortalecimiento democrático liberal. A medida que este orden de posguerra ganaba espacio; también lo hacían sus instituciones de gobernanza. Se amplió la OTAN, se fundó la OMC y el G20 ocupó el centro político del escenario. Durante este período, Estados Unidos lideró el proceso y se instituyó en "guardián del orden". Europa Occidental y Japón emergieron como aliados delegando su seguridad y su destino económico a este orden liberal ampliado.

Al término de la Guerra Fría, este orden siguió extendiéndose hacia nuevos confines. Varios países de Asia Oriental, de Europa del Este y de América Latina hicieron transiciones democráticas y comenzaron a integrarse a la economía global. Observando el mundo que se iba configurando hacia finales del siglo XX, era bastante razonable pensar como lo hizo Fukuyama. Actuaban las fuerzas de la «integración»: una revolución en las comunicaciones; la globalización -que imponía una «apacible homogeneización»-; la seguridad y la paz.

Pero el fin de la Guerra Fría resultó ser una derrota tan abrumadora para el totalitarismo como lo fue la victoria para el sistema liberal. Y, tan marcada y omnipresente como lo fue la competencia entre la democracia y el totalitarismo en el apogeo de la Guerra Fría, aparece ahora una nueva competencia entre «fuerzas integradoras» y «fuerzas de fragmentación».

"Fuerzas de integración"

"Integrar" significa derribar las barreras que, a lo largo de la Historia, han separado a naciones y a pueblos en temas tan diversos como política, economía, la religión, tecnología y cultura. Y esta integración ocurre de distintas formas y niveles.

La revolución de las comunicaciones hizo imposible a cualquier dirigente negar a sus ciudadanos el conocimiento de lo que ocurre en otros lugares. Esto fue evidente en las revoluciones que barrieron Europa del Este en el otoño de 1989. O en la Primavera Árabe, a principios de 2010. Surgía una nueva especie de dominó; el logro de la libertad en un país totalitario en un lugar provocaba que los regímenes represivos cayeran, o tambalearan, en otros lugares.

Luego está la economía. Ninguna nación -ni siquiera China- puede mantenerse al margen del resto del mundo por mucho tiempo. Hoy las naciones dependen para su prosperidad, de la prosperidad de otras naciones. Además, la prosperidad asociada con economías de mercado tiende a fomentar el crecimiento de democracias liberales; uno de los pocos patrones que se mantiene en toda la historia moderna es que las democracias liberales tienden a no guerrear entre sí.

"Fuerzas de desintegración"

Por desgracia, también existen «fuerzas de fragmentación». La más importante de estas nuevas fuerzas es el nacionalismo radicalizado; en auge en todo el mundo.

Es cierto que la Guerra Fría lo desalentó y la necesidad mutua de contener a la Unión Soviética moderó viejas animosidades como las existentes entre franceses y alemanes, griegos y turcos, o británicos y casi todos los demás. Algo similar ocurrió, aunque por medios más brutales, en Europa del Este, donde Moscú utilizó el Pacto de Varsovia para suprimir conflictos latentes entre húngaros y rumanos, checos y polacos, o alemanes orientales y los demás. Tras la Guerra Fría, se llegó a pensar que, en Europa, el nacionalismo se había convertido en una curiosidad histórica y que, por ejemplo, los alemanes se habían convertido en tan buenos europeos que eran inmunes a ese llamado.

Hoy, la situación luce diferente; la cuestión irlandesa, el problema de Catalunya en España, o la rivalidad entre flamencos y valones en Bélgica deberían ser un recordatorio permanente. La presencia estadounidense en Filipinas se está volviendo cada vez más problemática frente al nacionalismo creciente; y presiones similares están surgiendo en Corea del Sur. El nacionalismo incluso está emergiendo en Japón, con controversias revisionistas sobre el tratamiento de la Segunda Guerra Mundial en los libros de texto de historia japonesa; o las ceremonias sintoístas que marcaron el inicio del reinado del emperador Akihito.

Pero las fuerzas de fragmentación no solo se manifiestan como presiones por la autodeterminación. También aparecen en el ámbito económico en forma de proteccionismo o esfuerzos por aislar a las economías individuales de las fuerzas del mercado mundial. No menor, aparecen tensiones raciales, xenofobia y un preocupante antisemitismo creciente.

También el nacionalismo se manifiesta como tensiones religiosas. El Resurgimiento Islámico podría ser visto por muchos como una fuerza integradora; una que es altamente fragmentadora en países laicos mientras, al mismo tiempo, reaviva agravios antiguos y no tan antiguos -de ambos lados; reales e imaginarios-. Estas fuerzas fragmentadoras están en aumento porque, simplemente, estaban dormidas. Y sólo comienzan a despertar.

El gran dilema

Cuál de las dos prevalecerá: ¿la integración o la fragmentación? Durante mucho tiempo se asumió que las fuerzas de integración irían a imponerse. No se puede dirigir una economía moderna posindustrial sin tales fuerzas y eso -dirán muchos-, es lo más importante. Pero esta es una visión estrecha. Manejar una economía posindustrial puede no ser lo más importante para un campesino en Sudán; para el joven afroamericano en un barrio urbano de Estados Unidos; o el palestino que ha pasado toda su vida en un campo de refugiados. Para esas personas, las fuerzas que podrían parecernos fragmentadoras a nosotros podrían ser mucho más integradoras para ellos y darles un significado a sus vidas que, de otro modo, no lo tendrían. Lo que es integrador para algunos puede no serlo para todos. O para muchos otros.

También puede ser que las fuerzas de integración no se hayan arraigado tanto como creíamos; y que si están arraigadas -y siempre latentes- las fuerzas de fragmentación. Por ejemplo, la creciente permeabilidad de las fronteras -algo que la mayoría del mundo celebra cuando se trata de libre flujo de capital e ideas-, no es tan bien recibida cuando los bienes, las razas o la mano de obra comienzan a fluir con esa misma libertad. Las fuerzas de fragmentación están al acecho justo debajo de la superficie y basta con un pequeño estímulo para que se potencien; con todos los peligros que la experiencia histórica nos enseña.

Qué prevalecerá: ¿la integración o la fragmentación? Como siempre, como todo; todo depende de nosotros y de nuestras elecciones y acciones. ¿Qué habremos de elegir; integrarnos o, por el contrario, ¿desintegrarnos? Quizás la respuesta esté a la vista, si nos animáramos a mirar.

 

 

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD