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Señales de fragilidad en las cuentas y en la política

Martes, 22 de julio de 2025 01:57
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En un país habituado a los extremos, la mesura suele parecer una forma de traición. En la política argentina, el matiz no cotiza y el equilibrio es visto como claudicación. Pero lo que vivimos hoy, una economía con síntomas de agotamiento, una institucionalidad en disputa y una sociedad cansada de la política, debería devolvernos a una pregunta fundacional: ¿es posible gobernar sin mesura? Porque si hay algo que une el desborde económico con una crisis política es la renuncia sistemática a la moderación. Es ilusorio creer que todo se resuelve por imposición, por velocidad o por volumen. Y como toda ilusión, esa convicción tiene un límite: la realidad.

Empecemos por los datos duros.

La primera señal de alarma la brindó la cuenta corriente. Según datos del INDEC, durante el primer trimestre de 2025 se registró un déficit externo de US$ 5.091 millones, el mayor desde 2018 y muy superior al promedio trimestral de los últimos cinco años. Para ponerlo en perspectiva: esa cifra equivale a más del 80 % del superávit fiscal primario acumulado en el mismo período y duplica el tope de déficit externo acordado con el FMI para todo 2025. El desbalance no responde a un shock externo sino a la expansión del gasto privado sobre una base de tipo de cambio real apreciado. Las importaciones de bienes crecieron un 34,2 % interanual, mientras que las importaciones de servicios, particularmente en turismo, se dispararon un 66,3 %, alcanzando niveles no vistos desde 2017.

En contraste, las exportaciones totales crecieron solo un 8 %, lo que evidencia un patrón insostenible de crecimiento impulsado por consumo importado y no por mayor competitividad externa. Un dato que ilustra esta tendencia: el turismo neto mostró un déficit de US$ 3.471 millones en el primer trimestre, superando incluso el rojo comercial de bienes (US$ 2.291 millones). Esta dinámica ha llevado a que la ratio importaciones/PBI se ubique en torno al 32 %, un registro históricamente elevado para la economía argentina.

Frente a esta fragilidad externa, el Gobierno nacional se aferra al superávit fiscal como escudo argumental. En los primeros cinco meses del año, el Sector Público Nacional no Financiero acumuló un superávit primario de 0,6 % del PBI. Se trata, sin dudas, de un dato relevante en un país acostumbrado al desequilibrio fiscal crónico. Sin embargo, conviene matizar la lectura triunfalista. Este resultado se alcanzó mediante una contracción del gasto primario del 29 % en términos reales respecto del mismo período de 2024, especialmente a través del ajuste en jubilaciones, salarios públicos (por ejemplo, a personal de hospitales y universidades públicas), inversión y transferencias a provincias. Solo en prestaciones sociales, la caída fue del 36 % interanual real. Este desequilibrio no es solo macroeconómico: es estructural y, sobre todo, político. Porque se sostiene con reservas que no tenemos, con deuda externa que se agota y con una fe de origen más ideológico que técnico. El tipo de cambio actual no refleja un equilibrio: refleja una decisión. Y como toda decisión económica, requiere poder para sostenerse. Poder que, como estamos viendo, ya no abunda.

La política, por su parte, dejó de ser un aliado pasivo del programa económico del gobierno. La sesión del Senado expuso una fractura nítida en la arquitectura de poder del oficialismo. Las leyes aprobadas contaron con mayorías superiores a los dos tercios, lo que las vuelve inmunes a vetos presidenciales. Más aún: el oficialismo quedó completamente aislado, y la vicepresidenta Victoria Villarruel actuó sin convalidar los intentos del Ejecutivo de vaciar el recinto o deslegitimar el procedimiento parlamentario.

La respuesta presidencial fue inmediata: vetos anunciados, descalificación del Congreso y amenaza de judicialización de las leyes sancionadas. Esta actitud representa una escalada institucional sin precedentes desde la recuperación democrática. La hipótesis de desconocimiento sistemático de las decisiones del Legislativo pone en jaque no solo la gobernabilidad sino también la legalidad del ejercicio del poder. El Senado no solo reflejó una disputa de poderes: también puso en evidencia una ruptura del consenso social sobre el ajuste. El discurso del senador Luis Juez, aliado del oficialismo, votando a favor de la ley de discapacidad, fue elocuente: "Nuestros hijos no son parte de una contabilidad".

Esto expone un problema más profundo: el ajuste fiscal carece de legitimidad distributiva y de racionalidad estructural. No distingue entre gasto improductivo y gasto social esencial. Se sostiene sobre la base de recortes asimétricos mientras se mantienen regímenes fiscales regresivos, blanqueos generosos y subsidios tributarios a empresas altamente rentables. El superávit, así, se construye sobre los sectores con menor poder de lobby y de representación. El episodio evidencia, además, un déficit estructural: la estrategia de Milei carece de anclaje territorial y parlamentario. Sin bloques propios, sin gobernadores aliados sólidos y sin interlocutores institucionales, el esquema de gobernabilidad basado en Decretos de Necesidad y Urgencia, vetos y redes sociales se revela endeble. La aprobación unánime de la ley de coparticipación de combustibles y automatización de los ATN mostró que incluso los aliados funcionales del oficialismo están dispuestos a limitar su discrecionalidad financiera.

La confluencia de estos factores configura un escenario de crisis multidimensional. Desde el frente económico, el modelo cambiario basado en tipo de cambio atrasado y financiamiento externo luce insostenible: la intervención en el mercado de futuros se ha duplicado en las últimas semanas y las reservas netas del BCRA se mantienen en terreno negativo. Desde el plano político, el Ejecutivo ha perdido control sobre la agenda parlamentaria y enfrenta una creciente coalición de gobernadores decididos a defender sus recursos. Pero, sobre todo, lo que está en crisis es la premisa de que es posible estabilizar la macroeconomía desconociendo los principios básicos de la democracia representativa. La política económica no puede seguir avanzando en un vacío institucional. Tampoco puede pretender legitimidad si se construye sobre el sufrimiento social. El superávit no puede sustituir al consenso, ni el Excel a la Constitución. Si algo revela la coyuntura actual es que la sostenibilidad requiere simultáneamente solidez técnica, respaldo político y legitimidad social. Y eso no se impone: se construye. Y para eso, hay que hablar con el que piensa distinto, cuidar lo que funciona y corregir lo que no. Eso es gobernar. Lo otro, apenas un experimento.

 

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