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El lenguaje violento de Javier Milei- y el león rugiente como símbolo-desafían las convenciones políticas y, al mismo tiempo, parecen formar parte de una estrategia deliberada para fragmentar el espacio público. Algunos pueden creer que se trata de una expresión de autenticidad, sin embargo, esta violencia discursiva podría ser un instrumento de poder orientado a dinamitar las bases de la comunicación política racional
En este contexto, el león mileísta no es un mero símbolo de fuerza, sino un significante de exclusión. Al asociar su imagen con la de un león, Milei esculpe una identidad política en la que la supremacía y la agresividad son virtudes mientras que la disidencia es señalada como debilidad. Esta imagen de "líder alfa" le resulta útil para intimidar y silenciar a quienes se oponen a sus ideas y métodos, socavando el debate democrático que tanto nos costó conseguir y defender de los ataques del oficialismo de las últimas décadas.
Su lenguaje "violento" toma forma de una herramienta de deshumanización. Al utilizar términos despectivos y descalificativos, el mileísmo crea una atmósfera de hostilidad y de polarización que hace imposible el diálogo racional. La conocida estrategia de Ernesto Laclau, el teórico de "La razón populista", de un "nosotros" contra "ellos", en la que ya experimentamos que la disidencia es demonizada y el consenso se vuelve inviable.
Da Empoli en "los ingenieros del caos" señala que la polarización extrema se convierte en una herramienta intencionada para cohesionar a los votantes en torno a un líder, a expensas del diálogo y la deliberación democrática.
Y así aparece inquietante la sombra de Ludwig Wittgenstein.
Wittgenstein fue un filósofo austríaco que revolucionó la filosofía del lenguaje en el siglo XX. En sus Investigaciones Filosóficas, afirmaba que "Si un león pudiera hablar, no podríamos entenderlo", frase que utilizaba para señalar que el lenguaje está intrínsecamente ligado a nuestras experiencias, prácticas y a la manera en que interactuamos con el mundo. Un león, con su biología, instintos y entorno diferentes, tendría una forma de vida tan ajena a la nuestra que, aunque pudiera emitir sonidos gramaticalmente correctos, el significado de sus "palabras" estaría tan profundamente arraigado en su propia existencia que sería incomprensible para nosotros. Simbolizaba así los límites del lenguaje y la comprensión cuando no se comparte un trasfondo vital común.
Volviendo a Milei, si el lenguaje está intrínsecamente ligado a "formas de vida", y si la forma de vida política que el presidente propone es tan radicalmente diferente, entonces la incomprensión que genera no es un mero desacuerdo, sino una ruptura en la comunicación misma. Esta ruptura podría ser deliberadamente buscada, para crear un espacio donde la lógica racional sea reemplazada por la emoción -la furia- y el dogma.
La advertencia de Wittgenstein con su león ininteligible marca los límites infranqueables que las "formas de vida" disímiles imponen a la comunicación. Al erigir el león como símbolo de su individualismo feroz, Milei podría estar construyendo una "forma de vida" política en la que la confrontación y la imposición prevalecen sobre el diálogo y el consenso. El lenguaje violento se convierte, entonces, en la manifestación de esta intransigencia, un muro que aísla en lugar de un puente que conecta. Resulta paradójico que, aunque no conecta con los sectores políticos tradicionales, sí lo hace con ciertos segmentos de la sociedad que sintonizan con una profunda decepción hacia la política.
El rugido del león y la violencia del lenguaje son los significantes de un "juego de lenguaje" autoritario, donde se cancela la disidencia y la propaganda reemplaza a la verdad, como las peligrosas fake news que sus milicias digitales replican en las redes. No es difícil vislumbrar que esta ininteligibilidad calculada es una estrategia para consolidar el poder, creando un culto a la personalidad, donde la crítica se equipara a la traición.
Esta interpretación desafía la noción de un espacio público de debate, en el que las ideas pueden ser evaluadas bajo criterios compartidos. Si el lenguaje y los símbolos de Milei están incrustados en una forma de vida política autoritaria, entonces la confrontación no es entre ideas opuestas, sino entre marcos de inteligibilidad mutuamente excluyentes, donde uno busca imponerse sobre el otro.
La fascinación y el rechazo visceral que genera Milei son síntomas de esta fractura del espacio público. Sus adherentes son seducidos por la promesa de un líder fuerte y autoritario, mientras que el resto se enfrenta a una barrera de comunicación que los excluye del debate público. En este sentido, el fenómeno Milei implica no solo un cambio en el espectro político, sino como una amenaza velada a la democracia misma. Su lenguaje y simbolismo erosionan las instituciones democráticas, creando un clima de miedo y polarización que anula el debate racional y la búsqueda de consensos.
La reflexión filosófica nos obliga a confrontar una verdad incómoda: la política contemporánea puede generar rupturas tan profundas que amenazan los cimientos mismos de la democracia. El león de Milei, más allá de ser un simple emblema, se erige como una advertencia sobre el futuro de nuestras instituciones. Nos señala los riesgos de una ininteligibilidad calculada, que no es una mera falla de la comunicación, sino una herramienta potente en la era de la polarización extrema.
Sin embargo, la historia enseña que las crisis profundas en la comunicación política también pueden ser el preludio de reconfiguraciones democráticas. Al fracturar el consenso discursivo, esta ruptura nos confronta con la posibilidad de que esta opacidad catalice la emergencia de nuevas formas de interacción política o de entendimiento de la participación cívica, es decir, una nueva forma de vínculos en la sociedad.
Frente a este escenario de reconfiguración y desafío, el imperativo para los "militantes de la democracia" es la defensa y recreación del espacio público como arena de diálogo y debate racional.
Esto implica desplegar una profunda creatividad política para imaginar y construir nuevos puentes comunicacionales y propuestas inclusivas que trasciendan la polarización. Es un llamado a innovar en los modos de participación cívica, asegurando que la voz diversa de la sociedad encuentre canales genuinos de expresión y que los consensos, por difíciles que sean, vuelvan a ser la base de nuestra convivencia.