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En un mundo donde la tecnología avanza más rápido que la capacidad de comprensión de nuestras instituciones, la inteligencia artificial (IA) se ha convertido en un fenómeno que interpela no solo a los científicos y empresarios, sino, y sobre todo, a los políticos. Sin embargo, la dirigencia parece no estar a la altura del desafío. Mientras la IA transforma el trabajo, la economía y la vida cotidiana, la política sigue atrapada en debates del siglo pasado. La historia nos enseña que los grandes avances tecnológicos no son neutros. La electricidad, el automóvil, internet: todos trajeron progreso, pero también desigualdad, conflictos y nuevas formas de exclusión. Lo que marcó la diferencia fue la capacidad, o la incapacidad, de los Estados para intervenir, regular y afianzar. Hoy, la IA plantea un desafío similar, pero con una velocidad y una escala inéditas.
En el debate público actual predominan dos posturas que, aunque opuestas, comparten una peligrosa superficialidad. Por un lado, los "tecnoentusiastas", que ven en la IA una solución mágica a todos los problemas: productividad, crecimiento, eficiencia. Por otro, los "apocalípticos", que anuncian un futuro distópico de desempleo masivo, vigilancia total y colapso institucional. Ambas miradas fallan en lo esencial: no se trata de elegir entre el entusiasmo o el miedo, sino de asumir que el impacto de la IA dependerá de las decisiones políticas que tomemos hoy. Y en ese punto, la dirigencia parece ausente. Ausente en el mundo, ausente en Argentina, ausente en Salta. Un ejemplo ilustrativo es el discurso de ciertos líderes que, al hablar de IA, repiten frases hechas sobre "trabajos más cómodos" o "más tiempo libre", sin detenerse a pensar en las consecuencias reales. Automatizar el transporte, por ejemplo, no solo implica camiones sin choferes: implica comunidades enteras que podrían perder su sustento, sistemas fiscales que se verían desfinanciados y una redefinición del contrato social. La política, por definición, es el arte de gestionar conflictos. Y la IA, lejos de ser un fenómeno armónico, genera tensiones múltiples: entre sectores económicos, entre generaciones, entre regiones. No se trata sólo de "adaptarse" al cambio, sino de gobernarlo.
En este sentido, hay tres dimensiones que merecen especial atención. Primero en torno al trabajo y la redistribución del valor. La IA puede aumentar la productividad, sí. Pero también puede concentrar aún más la riqueza si no se diseñan mecanismos de redistribución adecuados. ¿Qué ocurre si el valor generado por sistemas automatizados no se traduce en mejores salarios, sino en mayores ganancias para unos pocos? ¿Cómo se financian los sistemas de salud y jubilación si la base imponible del trabajo humano se reduce?
Segundo, la función de la infraestructura institucional. Muchos problemas se resuelven cuando el Estado interviene con inteligencia. Las casas ya no se incendian como antes, en parte porque existen códigos de edificación y cuerpos de bomberos. Del mismo modo, los desafíos de la IA requieren nuevas instituciones: desde agencias de regulación hasta marcos legales que protejan derechos sin frenar la innovación. Y tercero, el dinamismo de la cultura democrática. La IA también plantea dilemas éticos y culturales. ¿Qué significa ser humano en un mundo donde las máquinas escriben, pintan, componen música o diagnostican enfermedades? ¿Cómo se preserva la autonomía individual frente a algoritmos que predicen comportamientos? La política no puede delegar estas preguntas en tecnólogos o empresarios. Debe liderar el debate.
Uno de los mayores obstáculos para una política seria sobre IA es el cortoplacismo. En un sistema donde los incentivos están puestos en la próxima elección, pensar en los efectos de largo plazo de la automatización o en la sostenibilidad del sistema previsional parece un lujo. Pero no lo es. Es una necesidad urgente. La IA no solo amenaza con reemplazar empleos. También puede erosionar la base tributaria sobre la que se sostienen los servicios públicos.
Si el trabajo humano pierde valor económico, ¿cómo se financian la educación, la salud, la seguridad? ¿Qué pasa con el sistema jubilatorio si los aportes caen mientras la esperanza de vida aumenta? Estas preguntas no tienen respuestas simples, pero deben ser parte del debate político. Ignorarlas es condenar a la política a la irrelevancia. La política podría pensar la IA como herramienta para superar problemas sociales, de crisis climática, de datos para la función social, pero también debe pensar cómo financiarla. Lejos de caer en el catastrofismo, este escenario puede ser una oportunidad para repensar el rol del Estado, la estructura tributaria, el sistema educativo y el modelo de desarrollo. Pero para eso se necesita algo que escasea: pensamiento flexible, capacidad de anticipación y voluntad de construir consensos.
En lugar de repetir recetas del pasado, como aumentar aranceles o subsidiar sectores sin futuro, es el momento de diseñar políticas que acompañen la transición tecnológica y climática con énfasis del impacto hacia la sociedad, no hacia las utilidades de dos empresas de chips. Esto implica, por ejemplo, repensar el sistema impositivo para gravar el capital automatizado, invertir en formación continua para los trabajadores desplazados y garantizar un piso de derechos en un mundo laboral más fragmentado.
También implica revisar regulaciones urbanas, energéticas y ambientales que hoy obstaculizan el despliegue eficiente de tecnologías como los centros de datos. Y, sobre todo, implica asumir que el futuro no está escrito: depende de las decisiones que tomemos hoy.
La política no puede seguir mirando para otro lado. Si no se involucra activamente en el debate sobre la IA, corre el riesgo de volverse irrelevante. Y una política irrelevante es el preludio de una democracia debilitada. No se trata de elegir entre progreso o retroceso, entre tecnología o humanidad. Se trata de construir un futuro donde el progreso tecnológico esté al servicio de una sociedad más justa, más libre y digna. Para eso, necesitamos dirigentes que no solo entiendan de votos, sino también de tecnología. Es por eso, también, que la motosierra contra la educación pública y la ciencia, develan la incapacidad de entender el momento y pensar el futuro. La política es la capacidad de representar y gestionar el bien común. Sería momento de que la IA sea parte de ese debate.