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La política argentina es hija de la tragedia educativa, y mientras no rescatemos a la madre, seguiremos huérfanos de futuro.
El miércoles celebrábamos el "Día del Profesor". La fecha conmemora a Juan Manuel Estrada, uno de los pilares del pensamiento católico que librara aquellos épicos combates dialécticos durante las jornadas del Congreso Pedagógico Internacional, en 1882, donde se echaran las bases de lo que sería la Ley 1420, de educación pública, sancionada en julio de 1884, bajo la presidencia de Julio Argentino Roca.
Esa Ley, con sus luces y sombras, formó un país. Su vigencia alcanzó hasta los '90 del siglo pasado cuando se dio inicio al desguace del sistema educativo, cuando siguiendo las normativas del Banco Mundial la educación dejó de ser inversión y pasó a ser un gasto que había que recortar.
Pero más allá de eso, la verdadera tragedia de la educación se halla en la caída moral del sistema.
Fuimos, los que llegamos a este país en la década del '60, la última generación de argentinos que recibió además de una educación, una formación de excelencia. El colegio secundario era una continuación de la formación en valores recibida en el hogar. No importaba la materia, no tenía que ser la cátedra humanística para ser formadora. Aquellos de las disciplinas matemáticas o contables, eran hombres y mujeres que entre números y fórmulas traducían ética, principios, moral y honestidad intelectual y de procedimientos.
La hora libre era para el debate sobre historia, filosofía, literatura. Cuando no había ganas de tener clase se le pedía al profesor que discutiéramos -por ejemplo-, la cuestión del Medio Oriente. El rol de Yasser Arafat y la OPEP en el marco de la tensión económica global que ya se insinuaba.
En literatura, leímos, releíamos y analizábamos a Dante Alighieri, a Alejandro Manzoni, la diferencia entre el concepto del amor en el Petrarca y Giovanni Boccaccio y el erotismo en el Trecento. Dilucidamos los entresijos sociales y morales de la genial locura del Alonso Quijano, el hidalgo manchego en el Quijote del Cervantes. El terror que anida en el alma de Edgar Alan Poe, la genialidad Sherlok Holmes de Sir Arthur Conan Doyle.
¡Y la literatura argentina! De "Don Segundo Sombra" de Ricardo Güiraldes) y el análisis de la novela rural, hasta la cumbre de "Martín Fierro" de José Hernández. Y más adelante, fuimos amigos de Arlt, Borges, Boy Casares y Sábato con esa novela formidable "Sobre héroes y tumbas". ¿Quién no añora "Adán Buenosayres" de Marechal? … sin olvidar la literatura sudamericana que echaba raíces en el precolombino "Popol Vu". ¡Y teníamos tan sólo 17 años!
La caída de Argentina es la caída del conocimiento y la moral
Pero nada hubiéramos sido sólo con las letras y los números si aquellos profesores no nos hubieran dictado la sólida cátedra de su moral, de su integridad y de su prestigio. Si, porque además de su saber y humanidad, eran docentes prestigiosos en la sociedad. Algunos, incluso, ocuparon el sillón de la Dirección de Cultura de la provincia. Tiempos de oro para la cultura, para el pensamiento y para la ilustración popular. ¡Qué distancia tenemos con la mísera actuación de los funcionarios de esa área de hoy!
La decadencia no es económica ni política: es pedagógica. Un país que quema sus libros está condenado a vivir de cenizas.
Más allá del aula
Esa gente nos sembró en el alma valores y categorías humanas, que fueron las lecciones que realmente aprendimos. Porque los datos, los nombres y las fechas son pasibles de ser llevados por el viento de la memoria, pero conceptos como integridad, fidelidad, lealtad, honradez, pulcritud, ¡decencia!, esos son inmarcesibles. Fueron marcados de forma indeleble en nuestras almas y es el débito más oneroso que le debemos a esos profesores.
Eran profesores y eran políticos a su vez. Enseñaban en el Colegio Nacional, en el Belgrano, en el Tommasini, también en el Bachillerato Humanista, aunque allí algo no anduvo muy bien porque no dieron funcionarios de la altura moral que pretendían…
Llevaron esos valores a la política, fueron los grandes hombres de los partidos políticos que procuraban ofrecer a la sociedad sus mejores elementos. Así fue como las Cámaras fueron verdaderas ágoras donde la palabra marcaba el rumbo del destino de la sociedad. Otros recalaron en la prensa, y los diarios publicaron columnas más resistentes que las de Hércules.
La cátedra y el aula, entonces, no fueron para ellos simplemente un trabajo para llevar el pan a la casa, sino que fueron calderos donde se maceraba la pedagogía cívica más elocuente cuya finalidad no era sino la de formar buenos hombres y mujeres, ciudadanos decentes y echar la semilla de una gran provincia, de una Nación próspera.
Huelga decir más. La simple comparación alcanza para evidenciar el deterioro, la caída, la oscuridad en que navegamos. Tenemos la peor clase política de la historia porque hemos destruido las aulas. Tenemos los peores elementos sentados en los sillones del gobierno porque hemos incinerado los libros y el saber en la pira de la ignorancia.
Tenemos un país deprimido, enfermo moralmente, anómico y calado por una ignorancia generalizada que impide hasta la lectura de los diarios, siendo que éstos, excepción hecha de los grandes medios, han caído también en esa lógica de la noticia intrascendente y la operación política barata.