Es casi imposible no sentir intriga o curiosidad por ese estilo de vida casi inalterado por el tiempo. Difícil no caer en la tentación de compararlos con la reencarnación de "La Familia Ingalls". Lo cierto es que generalmente llevan en su rostro una sonrisa franca y se muestran extremadamente gentiles y educados. En Metán, en cambio, es difícil no haberlos visto, no haber sentido hablar de ellos. Es que son sus vecinos desde 2011. "Colonia Menonita de Metán", dice el cartel sobre la ruta 9/34, que invita a una misa abierta al público los domingos a la mañana.
Es un día claro, radiante. Corre un viento fresco en el sur salteño. "Se vende queso", proclama una cartulina antes de la entrada a Metán, viniendo de Salta. El escenario es desconcertante. Una pequeña Alemania o Suecia brota de la selva metanense con sigilo y esmero. Coquetas casitas con galería y techo a dos aguas junto a un corral con vacas lecheras; silos con granos; un pequeño tractor, prolijas huertas con lechugas, zanahorias y maní. Un hombre con un jardinero azul con tiradores y sombrero de cowboy de paja blanco charla alegremente con dos señoritas. Todos sonríen. Saludan simpáticamente y siguen charlando en lo que parece ser alemán. Las mujeres llevan unos vestidos largos; uno es celeste, tirando a violeta, con un estampado de flores; el otro es negro de la cabeza a los pies, aunque se distinguen también unas flores estampadas. La última lleva un pañuelo negro, señal de su compromiso matrimonial. Para las solteras, pañuelo blanco. Son todos rubios y de ojos claros. El hombre, de unos 25 años, abandona tranquilamente la charla y retoma su trabajo de herrero en un galpón muy bien puesto, del que salen unas prácticas tranqueras de hierro.
El herrero señala la casa más grande, para hablar con el pastor. Todos parecen estar haciendo algo. Hombres y mujeres van y vienen. Dos chicas salen charlando de una casita. Más allá, una arrastra una carretilla loma abajo. "El es carpintero", dice sobre uno que pasa y sonríe mientras lo señalan. "Aquel es el mecánico, mi yerno. Muy buen mecánico", asegura del que está en otra casita, un poco más allá. El predicador es George Janzen, de 49 años, padre de siete hijos; Jorge para los amigos. Hombre de fe, como todos los menonitas, es el pastor de unas 44 personas de cinco familias. Accede a charlar con El Tribuno con la condición de que no se grabe la conversación en ningún formato y que no se le tomen fotografías. Condiciones similares a las que ponen muchas veces algunos salteños para hablar del bache frente a su casa o la condiciones de la ruta que usan todos los días. "Nuestros vecinos son muy buenos y gentiles con nosotros, muy amigables. Estamos muy contentos en ese sentido. Tratamos de aprender más el idioma para comunicarnos mejor, pero tenemos buenas relaciones con los vecinos", dice de los viajantes que surcan la ruta y los metanenses que los visitan ahí o en su comercio de la calle Belgrano.
"Hoy vivimos en comunidad en estas siete hectáreas, pero aspiramos a que cada familia tenga su tierra para trabajar. Estamos acá por pedido de nuestra iglesia y pensamos que es también un deseo de Dios y nosotros vivimos para servirle. Los primeros vinieron en 2010 a observar las condiciones y nos terminamos instalando en 2011", dice Jorge. Domina el castellano, pero prefiere expresarse en inglés. Parece de un temperamento tranquilo. Habla claro y pausado. Llegó desde Canadá, más precisamente desde British Columbia, no muy lejos de Alaska. "No tenemos frío. Este clima es como el verano en Canadá", cuenta. "Son tierras de nuestra iglesia y nosotros somos sus cuidadores. Llegamos para desparramar la palabra de Dios y esa es mi misión como ministro", agrega. Mientras tanto, su hija, habla impecable castellano, atiende unos visitantes que buscan quesos, distintos tipos de pan y otras delicias dulces, especialidad de estos menonitas. Jorge corre unos vestidos que habían secado de una percha en la galería y despeja un banco para charlar.
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Es casi imposible no sentir intriga o curiosidad por ese estilo de vida casi inalterado por el tiempo. Difícil no caer en la tentación de compararlos con la reencarnación de "La Familia Ingalls". Lo cierto es que generalmente llevan en su rostro una sonrisa franca y se muestran extremadamente gentiles y educados. En Metán, en cambio, es difícil no haberlos visto, no haber sentido hablar de ellos. Es que son sus vecinos desde 2011. "Colonia Menonita de Metán", dice el cartel sobre la ruta 9/34, que invita a una misa abierta al público los domingos a la mañana.
Es un día claro, radiante. Corre un viento fresco en el sur salteño. "Se vende queso", proclama una cartulina antes de la entrada a Metán, viniendo de Salta. El escenario es desconcertante. Una pequeña Alemania o Suecia brota de la selva metanense con sigilo y esmero. Coquetas casitas con galería y techo a dos aguas junto a un corral con vacas lecheras; silos con granos; un pequeño tractor, prolijas huertas con lechugas, zanahorias y maní. Un hombre con un jardinero azul con tiradores y sombrero de cowboy de paja blanco charla alegremente con dos señoritas. Todos sonríen. Saludan simpáticamente y siguen charlando en lo que parece ser alemán. Las mujeres llevan unos vestidos largos; uno es celeste, tirando a violeta, con un estampado de flores; el otro es negro de la cabeza a los pies, aunque se distinguen también unas flores estampadas. La última lleva un pañuelo negro, señal de su compromiso matrimonial. Para las solteras, pañuelo blanco. Son todos rubios y de ojos claros. El hombre, de unos 25 años, abandona tranquilamente la charla y retoma su trabajo de herrero en un galpón muy bien puesto, del que salen unas prácticas tranqueras de hierro.
El herrero señala la casa más grande, para hablar con el pastor. Todos parecen estar haciendo algo. Hombres y mujeres van y vienen. Dos chicas salen charlando de una casita. Más allá, una arrastra una carretilla loma abajo. "El es carpintero", dice sobre uno que pasa y sonríe mientras lo señalan. "Aquel es el mecánico, mi yerno. Muy buen mecánico", asegura del que está en otra casita, un poco más allá. El predicador es George Janzen, de 49 años, padre de siete hijos; Jorge para los amigos. Hombre de fe, como todos los menonitas, es el pastor de unas 44 personas de cinco familias. Accede a charlar con El Tribuno con la condición de que no se grabe la conversación en ningún formato y que no se le tomen fotografías. Condiciones similares a las que ponen muchas veces algunos salteños para hablar del bache frente a su casa o la condiciones de la ruta que usan todos los días. "Nuestros vecinos son muy buenos y gentiles con nosotros, muy amigables. Estamos muy contentos en ese sentido. Tratamos de aprender más el idioma para comunicarnos mejor, pero tenemos buenas relaciones con los vecinos", dice de los viajantes que surcan la ruta y los metanenses que los visitan ahí o en su comercio de la calle Belgrano.
"Hoy vivimos en comunidad en estas siete hectáreas, pero aspiramos a que cada familia tenga su tierra para trabajar. Estamos acá por pedido de nuestra iglesia y pensamos que es también un deseo de Dios y nosotros vivimos para servirle. Los primeros vinieron en 2010 a observar las condiciones y nos terminamos instalando en 2011", dice Jorge. Domina el castellano, pero prefiere expresarse en inglés. Parece de un temperamento tranquilo. Habla claro y pausado. Llegó desde Canadá, más precisamente desde British Columbia, no muy lejos de Alaska. "No tenemos frío. Este clima es como el verano en Canadá", cuenta. "Son tierras de nuestra iglesia y nosotros somos sus cuidadores. Llegamos para desparramar la palabra de Dios y esa es mi misión como ministro", agrega. Mientras tanto, su hija, habla impecable castellano, atiende unos visitantes que buscan quesos, distintos tipos de pan y otras delicias dulces, especialidad de estos menonitas. Jorge corre unos vestidos que habían secado de una percha en la galería y despeja un banco para charlar.